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Carlos Pérez
Profesor de Estado en Física

1. A lo largo de la primera modernidad (s. XII-XIV) los buenos cristianos trataron de apelar a la religión para moderar la naciente avidez capitalista y sus desastrosos efectos sobre el orden feudal. Casi todas las llamadas herejías de esta época, e incluso algunas de las órdenes mendicantes, que estuvieron siempre al borde de ser declaradas como tales, son encabezadas por hombres de las ciudades, hijos de burgueses, que canalizan en el discurso religioso la ira y la desesperación de los pobres, que afecta con particular gravedad a los campesinos.

Paralelamente, sin embargo, la catolicidad, ese engendro moderno entre superstición cristiana y pensamiento racionalista, adquirió casi las mismas características del nuevo espíritu burgués, y el papado romano, en el mismo estilo de la expansión de una empresa capitalista, intentó sujetar al mundo naciente bajo su puño. Fracasó, por supuesto, pero los tres siglos que duró esta lucha (s. XV-XVII) tuvieron que presenciar los horrores de la sangre y la hoguera, y de las luchas fratricidas más crueles del mundo moderno.

Ya a fines del siglo XVI el destino de las pretensiones del catolicismo, junto y en la misma medida que las del capitalismo del norte de Italia, estaba sellado para siempre. Por alguna oscura razón, sin embargo, el tozudo y soberbio Dios de los católicos, siempre torvo y vengativo, les permitió descubrir América. A través de este recurso de última hora, y apoyado en las matanzas y sobre explotación de los indios de América, el catolicismo pudo vivir su hora postrera, bajo el amparo español, a lo largo de la segunda parte del siglo XVI y la primera parte del XVII. Después de eso sólo decadencia, ruina y oscurantismo, con la consiguiente extrema debilidad política, salvo, ¡ay!, para nosotros, mestizos tirados a criollos, que no logramos liberarnos de ese oscuro yugo hasta el día de hoy.

2. Ante el espectáculo de esta historia de sangre, ambición y miserias, es plenamente comprensible que la modernidad razonable haya intentado construir su orden dando progresivamente la espalda al arbitrio religioso.

Sus excesos, sin embargo, siguieron ahora el orden exactamente inverso. Se buscó de múltiples formas un Estado de Derecho fundado en la soberanía y saber de la pura razón ilustrada, un orden jurídico levantado sobre el cálculo racional, despreciando la tradición y la religión.

La culminación de tal intento en el plano filosófico se puede encontrar en Kant, que procura deducir el orden jurídico de sus proposiciones racionalistas en el ámbito moral, y en el plano práctico los codificadores napoleónicos del derecho, que declaran operar sólo en nombre de la razón. Ambos intentos tramposos, por supuesto. A la hora de la verdad Kant no puede evitar introducir a Dios como postulado. Y los codificadores, por su parte, apenas lograron encubrir con su grandilocuencia el hecho bruto de que no han hecho otra cosa que sistematizar conjuntos de normas acumuladas ya existentes, bajo un ordenamiento que se parece mucho más al arreglo de conveniencias que a la pureza de la razón.

Todas las proposiciones en torno a los fundamentos teóricos del derecho posteriores, atacadas de racionalismo y positivismo, no hacen más que complicar con retóricas técnicas cada vez más sofisticadas, y con creciente cinismo, estas dos trampas iniciales.

3. La sabiduría y prudencia de Hegel puede ser vista, ante esta contraposición, como el sutil y sofisticado punto de equilibrio entre lo que a primera vista podría considerarse irreconciliable. Hegel cree que la única manera de mediar en la conflictividad esencial que caracteriza a la sociedad humana es un Estado de Derecho que esté atravesado por el espíritu de la religiosidad cristiana. Un Estado de Derecho construido racionalmente, teniendo a la vista la sabiduría contenida en la tradición y el espíritu del pueblo. Y una religiosidad cristiana laica, secularizada, que sea capaz de aportar el sentimiento de comunidad necesario para que la razón abstracta no sea puro arbitrio.

La extrema complejidad de este equilibrio proviene de que, para lograr tal hazaña, Hegel ha tenido que remover hasta el último de los supuestos de la tradición moderna, hasta generar una lógica que supere y trascienda sus dicotomías.

Por un lado, a Hegel le interesa superar la dicotomía entre la razón y la naturaleza y, con ella, todas las teorías que apelan a la naturaleza humana como principio explicativo. Por otro lado, le interesa mostrar a la razón misma como apetente, y a su operación interna como negativa, para criticar desde allí las ingenuidades meramente moralistas del idealismo kantiano.

El resultado de estas operaciones es una imagen plenamente historicista, en que la sociedad humana está atravesada por una conflictividad esencial, que proviene del orden más intimo de lo real, y en que la libertad debe ser considerada como un espacio pleno de deseo y contraposición, y a la vez inseparable de las situaciones históricas y sociales que la enmarcan, y en que puede desenvolverse.

Se podría decir que con esto Hegel le ha dado a la violencia un papel esencial y objetivo en la historia. Esencial, porque la contradicción, que la anima, está arraigada en el orden mismo del Ser. Y objetivo, porque su realidad excede largamente a las voluntades individuales, y sólo puede ser contenida en un espacio social, a través de mecanismos que exceden también a las buenas o malas voluntades individuales empeñadas en ello.

La situación general, estructural, de la condición más profunda de la sociedad humana está bellamente expuesta en su análisis de la eticidad griega (Fenomenología del Espíritu, VI. A.). Y se ha podido decir, con profunda razón, que en ella está contenida una imagen trágica de la historia.

4. Por supuesto, la proposición hegeliana respecto de este carácter profundo y objetivo de la violencia no es, ni puede ser, que sea extirpable de la historia humana ni por un acto supremo de la voluntad, ni siquiera por un proceso asintótico que apunte hacia una reconciliación sin conflicto.

La violencia no puede ser suprimida. Pero puede ser eficientemente mediada. El conflicto y el mal pertenecen al orden más íntimo de la libertad, pero se puede lograr una sociedad en que la libertad no se destruya a sí misma.

Como he indicado, la clave y la posibilidad de estas mediaciones residen, para Hegel, en la construcción de un Estado de Derecho profundamente humanizado por la piedad cristiana. Un Estado de Derecho que conjugue a la vez el poder ordenador de la razón y el sentimiento de comunidad que puede surgir de un cristianismo secularizado, libre del racionalismo católico y del sentimentalismo romántico.

Un cristianismo que recoja lo más esencial de su origen: el hecho de que la presencia de Dios en los hombres se manifiesta en su capacidad de perdón. Y un Estado de Derecho capaz de recoger la sabiduría contenida en las tradiciones, a la vez racionalistas y cristianas del pueblo europeo.

Complejidad, sabiduría, prudencia, moderación, tragedia contenida, son las virtudes que hacen curiosamente hermoso al pensamiento hegeliano, por supuesto, para el que lo conoce. Y a la vez lo matan, lo condenan a la marginalidad lastimosa de lo simplemente sabio. La brutalidad moderna no está, ni puede estar, a la altura de tales sutilezas. La revolución industrial, la prepotencia científica, la idiotez burocrática, la pobreza académica, dieron simplemente al traste con tanta moderación y equilibrio, y la sometieron sistemáticamente al escarnio de la mala o nula lectura, o de la distorsión grotesca. Yo creo que el mismo Hegel, puesto ante tal espectáculo, reconocería que quizás haya algo de bruta sabiduría en todo eso.

5. Sostengo que el rasgo más profundo y dramático del marxismo, la idea de lucha de clases, proviene directamente de ese papel trágico que Hegel le atribuyó a la violencia en la historia.

Por supuesto el material empírico a partir del cual Marx formula esa idea es la violencia desatada de la explotación capitalista, que en su época va progresivamente llenando el continente europeo de deshumanización y miseria. Las iras de Marx proceden de las mismas realidades flagrantes que las de Balzac y Dickens. Pero, la radicalidad con que las piensa (“la lucha de clases es el motor de la historia”), y la mayor radicalidad aún de la salida que propone (“sólo la dictadura revolucionaria del proletariado puede suprimir la dictadura de la burguesía”), tienen su raíz en una lógica en que la violencia no es simplemente la expresión de una mala voluntad, o de una falta de disposición moral, sino que es un dato objetivo en que se expresa una situación objetiva que, tal como en Hegel, excede la mala o buena voluntad particular de aquellos a los que involucra.

Por eso el método de Marx consiste en un análisis de clases sociales, no de agentes individuales. A Marx, en manifiesto contrapunto con los demás críticos de izquierda de su época, no le interesa por qué o cómo éste o aquel burgués explota a tales y tales obreros y se hace rico, lo que le interesan son los mecanismos a través de los cuales la burguesía, como clase, aumenta su riqueza apropiando el trabajo del proletariado considerado como clase.

Por eso su análisis es económico y, a pesar de la abundante ira que expresa en sus escritos políticos, raramente desapasionado. Porque a Marx no le interesan propiamente las odiosidades particulares que se puedan constatar en el abuso burgués, sino el efecto objetivo de explotación que se puede constatar hasta en la acción del burgués mejor intencionado posible.

Por eso Marx no ve las crisis capitalistas como un defecto o un error de cálculo en la acción histórica de la burguesía, sino como un efecto estructural y objetivo de lo que, en su propia lógica, podrían considerarse las mejores acciones capitalistas posibles.

La contradicción es el alma del devenir. Expresado en la terminología impropia de las teorías de acción racional, podría decirse que la mostración que hace Marx en sus obras económicas es que las crisis capitalistas son estructuralmente el resultado global plenamente irracional de una conjunción de múltiples acciones locales racionales contrapuestas entre sí.

6. La enorme, la abismal, diferencia entre el cálculo de Marx y el de Hegel, sin embargo, queda establecida, sobre esta base común, en torno a la posibilidad de mediar socialmente la violencia, en particular, de realizar esa mediación en el marco de un Estado de Derecho, aún bajo las condiciones complejas y prudentes que Hegel le impone.

Hegel, como es propio de lo mejor que puede haber en el conservadurismo, desconfía del principio revolucionario. Y tiene una violentísima revolución a la vista. Sin embargo, las razones profundas de su desconfianza no tienen que ver sólo con esta cuestión empírica. En el fondo lo que Hegel teme es el rasero abstracto y nivelador de la razón ilustrada que, pretendiendo hacer borrón y cuenta nueva, sólo consigue el terror y el despotismo. Esa desconfianza es la que deja consignada en su análisis de la libertad absoluta y el terror (Fenomenología del Espíritu, VI. B. iii).

Lo que Marx tiene enfrente, en cambio, es la violencia burguesa de la explotación, que se traduce en deshumanización y miseria. Pero, también en su caso, las razones de su ira revolucionaria no provienen sólo de esta cuestión empírica, sino de la idea y de la constatación de que el Estado de Derecho, que debería ser el espacio para negociar y mediar las diferencias, en realidad favorece sistemáticamente a la burguesía. La favorece, por decirlo de algún modo, estructuralmente, más allá de que haya o no leyes particulares que favorezcan a los trabajadores. Y la favorecen, en buenas cuentas, porque ha sido construido por ella misma, como mecanismo de legitimación y defensa, primera ante los poderes feudales, y ahora ante las demandas del proletariado.

Tal como para Hegel la religión no es sino el espíritu del pueblo en el elemento de la representación, así para Marx el derecho moderno no es sino el espíritu de la burguesía, proyectado y operando como legitimación. Lo que en Hegel es la proyección de la unidad esencial y diferenciada de un pueblo, equivale en Marx a la proyección de la dicotomía de un pueblo dividido por la lucha de clases.

Lo que para Hegel es la garantía posible de una paz capaz de mediar la violencia esencial, para Marx no es sino la institucionalización de esa misma violencia apareciendo falsamente como paz. Si Hegel tiene razón, la violencia revolucionaria es históricamente contraproducente, riesgosa e innecesaria. Si Marx tiene razón, la violencia revolucionaria es un derecho que surge del carácter estructuralmente sesgado del propio Estado de Derecho.

7. Para entender cómo, sobre esta lógica trágica común (el papel esencial y objetivo de la violencia en la historia), se puede llegar a dos tipos de conclusiones tan distintas, no basta con pensar que el punto de vista de Marx está sostenido en el aserto empíricamente constatable de que el derecho burgués favorece sistemáticamente a la burguesía. Si esto fuese cierto cabría esperar que una vez consumada la revolución comunista se diera paso a una sociedad perfectamente reconciliada, sin ninguna conflictividad esencial. Y esa ha sido la esperanza implícita del marxismo ilustrado por más de un siglo. Es decir, una imagen del comunismo como un reino de felicidad roussoniana consumada.

Mi opinión es que tal perspectiva no sólo incurre en una profunda ingenuidad sino que también en una estimación simple, simplísima (justamente: ilustrada), de la condición humana. Y, desde luego, implica un enorme retroceso respecto de la complejidad alcanzada en el pensamiento hegeliano.

Sostengo que la diferencia abismal entre Marx y Hegel hay que buscarla más bien en qué aspecto y nivel de la violencia histórica es el que preocupa a cada uno. Creo que Marx funda su razonamiento en lo que se podría llamar “violencia histórica excedente” y lo que, como contrapunto, se podría llamara “dimensión esencial de la violencia”. Es decir, entre aquella conflictividad esencial que Hegel reconoce en la índole misma del Ser y, por consiguiente, de la libertad, y aquella que proviene de la institucionalización de condiciones históricas superables.

A pesar de la extrema lucidez respecto del carácter disgregador y centrífugo del racionalismo ilustrado, y de sus posibles consecuencias políticas, Hegel es testigo aún de la sobrevivencia en los territorios alemanes de lo que podrían considerarse vestigios de unas sociedades aún congregadas por el sentimiento de comunidad. O, más bien, pone todo su entusiasmo de intelectual burgués en creer que tales vestigios existen. Esa es la componente romántica que está asumida en su pensamiento.

Marx, en cambio, está frente al resultado brutal de ese racionalismo abstracto y nivelador y, aunque sólo es testigo de sus consecuencias extremas en Inglaterra, es capaz de vislumbrar su extensión catastrófica hacia todo el planeta. Que es, ni más ni menos, lo que ocurrió de manera inexorable durante los ciento cincuenta años posteriores.

Es esta experiencia de Marx la que le permite cambiar de manera dramática la estimación que Hegel había hecho sobre la realidad de las instituciones, en particular sobre el significado profundo del Estado de Derecho. Para Hegel el derecho, tal como antes la religión, es de alguna manera expresión del espíritu del pueblo. Y contiene, en conjunción con aquella, una amplia posibilidad de contención de la conflictividad que es propia e inalienable de ese espíritu. Ya por el sólo emerger hacia el elemento de la representación, el derecho es mediación en la negatividad intrínseca de lo social. Y por eso, sin trampa ni artificio, se puede llamara a esa negatividad “conflictividad” y no simplemente “violencia”. El efecto de la institucionalización de aquello que resulta representado en el derecho puede ser netamente positivo para la comunidad como conjunto si se sabe moderar o limitar de manera adecuada las locuras ilustradas.

Para Marx, en cambio, la comunidad no sólo está en “conflicto”, sino que está radicalmente dividida por una lucha objetiva en torno al producto social. Si mantenemos la terminología de Hegel, ante esta situación lo que emerge desde el espíritu de un pueblo dividido no es simplemente “expresión”, como si hubiese un fundamento social común que pudiera expresarse, sino “legitimación” de posiciones de poder al interior de esa lucha. Con esto la institucionalización de esas operaciones de legitimación deja de expresar un cierto equilibrio entre poderes contrapuestos, y más bien consagra directamente, y de manera desnuda, el dominio de un bando por el otro. Y es por esa relación de poder sin equilibrio real, sin contrapeso real, que se puede hablar ahora de “violencia”, muy por sobre la conflictividad básica, y a pesar de la apariencia de paz que proporciona. Desde el punto de vista de Marx, bajo el Estado de Derecho burgués la clase dominante llama paz a algo que no es sino la institucionalización de su violencia.

8. Si nos preguntamos ahora por el trasfondo de esta “violencia excedente”, si nos preguntamos por su origen y sentido, tenemos que ir desde Hegel hacia Adam Smith. El fondo del argumento liberal no es sino este: la lucha encarnizada por el producto social a lo largo de la historia humana no es sino una estrategia para enfrentar la escasez. Este argumento, ahora de orden “económico”, está operando en el cambio de la mirada que Marx hace sobre lo social respecto de su maestro.

Pero en este ámbito, ahora contra la tradición liberal, nuevamente el hegelianismo subyacente en la lógica de Marx se hace presente. Para Marx la escasez no es un mero hecho natural, y las respuestas posibles frente a ella no derivan de una supuesta naturaleza humana. La escasez, tal como la condición humana, son realidades plenamente históricas. La primera es plenamente superable. La segunda debe actuar de acuerdo con esta posibilidad de superación.

Es notable que Marx razonara sobre la base de la posibilidad de la abundancia en un momento histórico y social en que parecía imperar la miseria. En esto, de manera profética, vio las posibilidades de la realidad muchísimo más allá que cualquiera de sus contemporáneos. Hoy, ciento cincuenta años después, su confianza en las posibilidades revolucionarias del desarrollo material capitalista está plenamente respaldada. Vivimos hoy en una sociedad de abundancia. A pesar de la miseria en que sobreviven cientos de millones de seres humanos, en la práctica el viejo argumento liberal ha dejado de ser verdadero.

Pero con esto la diferencia que hay entre considerar a las instituciones como “expresiones” del espíritu de un pueblo o como “operaciones de legitimación” en un pueblo dividido adquiere crucial importancia. Si Hegel tiene razón, entonces la realidad material de la abundancia se expresará progresivamente en la vida de conjunto del pueblo y, en esa misma medida, en sus instituciones. Si Marx tiene razón entonces las instituciones creadas para legitimar las diferencias sociales en la época de la escasez prolongarán su sombra y su peso, cosificadas, incluso sobre esta nueva época.

Lo que sabemos hoy es que, en medio de la abundancia impera, e incluso se agrava, la más atroz miseria. Y lo que sabemos también es que, de acuerdo con uno de los aspectos más proféticos de la obra de Marx, su teoría de la enajenación, la abundancia misma es vivida por quienes acceden a ella de manera crecientemente deshumanizada.

Marx ha sido capaz de ver algo que Hegel simplemente no pudo ver, que la violencia excedente en la historia, originariamente motivada por la escasez, ha generado instituciones que, cosificadas, la legitiman y prolongan más allá de la época histórica en que pudo tener algún sentido, y la presentan falsamente como paz. La principal y central de esas instituciones es el Estado de Derecho.

9. Pero si justamente el Estado de Derecho, que en lo mejor del horizonte burgués es el espacio en que se deberían contener y negociar las diferencias sociales, consagra, legitima y perpetúa la violencia de las clases dominantes, entonces tenemos derecho a la violencia revolucionaria.

Es necesario, por supuesto, especificar en este contexto qué significa “tenemos derecho”. Especificar quiénes lo tienen, en virtud de qué, y de derecho a qué estamos hablando. Es necesario especificar las condiciones bajo las cuales puede ser llamado “derecho” y no una pretensión cualquiera.
En sentido puramente técnico, una pretensión particular sólo puede ser considerada un derecho si se sigue de manera válida de una norma jurídica que ha sido establecida de manera válida. Pero esto, que es cierto para las pretensiones particulares, no es razonable, ni plausible, respecto de los que pueden ser llamados “derechos fundamentales”.

No tenemos derecho a la vida, a la educación, o incluso a la propiedad privada, o al libre arbitrio sobre su usufructo, simplemente porque una norma jurídica lo establezca. Desde un punto de vista historicista, esos son derechos que se han construido y conquistado a partir de situaciones sociales concretas, y tras largas luchas políticas. Las normas que ahora explicitan e institucionalizan esos derechos no se llaman “jurídicas” sólo en virtud de los aspectos formales de su validez, sino porque en ellas la sociedad humana ha convertido en institución principios que considera justos y necesarios para su convivencia. Y el haberlos convertido en instituciones tiene el sentido de sacarlas del ámbito de las pretensiones particulares, proveerlas de la universalidad y la fuerza necesarias para hacerlas exigibles, y para promover de manera perentoria su cumplimiento. Al convertirlas en normas jurídicas se les ha dado el respaldo de la fuerza del derecho que, apoyada por el conjunto de la sociedad, es justa y literalmente la fuerza.

Desde luego, el que hayan sido elevadas a ese carácter a través de luchas políticas, la mayor parte de las veces bastante agudas y violentas, nos indica que el contenido de justicia de tales principios no obedece a ningún modelo general y abstracto de justicia, ni siquiera a un modelo que pueda considerarse ideal o meramente racional. Lo que ha sido elevado al rango de derechos fundamentales no es sino lo que determinados sectores sociales, en condiciones históricas determinadas, han logrado imponer, en virtud de su fuerza, como justicia. Al respecto Bobbio sostiene, con bastante realismo, y una cierta cuota de cinismo, que en las normas jurídicas particulares impera la fuerza del derecho, pero que, a medida que nos vamos acercando a las normas jurídicas más generales o fundamentales, lo que vamos constatando es más bien el derecho de la fuerza.

Pues bien, uno de los derechos fundamentales, quizás el derecho fundamental por excelencia, que la modernidad ha establecido como una gran conquista histórica, es el estar acogidos, protegidos, por un Estado de Derecho que nos ofrezca el espacio adecuado para negociar nuestros conflictos. Si ese derecho, que aparentemente contiene a todos los demás, está sistemáticamente distorsionado porque favorece de hecho a un sector social sobre los otros, entonces tenemos derecho a una violencia que, justamente por atacar este supuesto marco universal, no puede sino ser llamada revolucionaria, y a un tipo de acción política que, por atacar justamente aquello que se declara como paz, no puede ser sino llamada violencia.

Es importante notar que al postular un derecho por sobre y en contra del Estado de Derecho lo que se hace es ampliar una vez más lo que debe entenderse por “derechos fundamentales”. Desde un punto de vista historicista, por muy sesgados que hayan sido los derechos fundamentales reconocidos por cada cultura, lo que han hecho en realidad es ampliar progresivamente la esfera de la libertad y del reconocimiento de la dignidad humana.

En un historicismo de tipo hegeliano esta progresión está muy lejos de ser unívoca, lineal, homogénea. No es un progreso que vaya simplemente del caos al orden y de lo malo a lo bueno, y el incremento de sus grados de universalidad dista mucho de tener un significado meramente positivo. Definitivamente, Hegel no tenía una imagen ilustrada del progreso.

Lo que se ha ampliado progresivamente es más el campo de posibilidades de la libertad que su realidad general y empírica. Lo que se ha ganado es más bien la posibilidad de la complejidad y la diferenciación interna de la universalidad, por sobre la imposición homogénea y de hecho de algo particular que se pasa falsamente por universal. Se han conquistado mayores y mejores posibilidades para la humanización de la convivencia humana. Por mucho que el efecto empírico de estas posibilidades esté hasta ahora reservado sólo a una minoría.

Esto significa que los derechos fundamentales no son sino la expresión jurídica de esta larga tarea de humanización, es una tarea cuya efectividad práctica está por realizar. Pero significa también que si las instituciones generadas para cumplirla en realidad la niegan tenemos un derecho anterior a ellas, que surge de ese horizonte moral de la humanidad, a negarlas a su vez. Y eso es la violencia revolucionaria.

10. La construcción histórica de ese horizonte moral no es sino la extensión del enriquecimiento material efectivo de la humanidad. Eso hace que los detentores primarios de los derechos que surgen de ello no sean sino los productores reales y efectivos de esa riqueza. Y es desde ellos, en la medida en que todos sean integrados a la producción de la abundancia, y en la medida en que la abundancia se extiende entre todos, que ese horizonte de derechos se extiende también a toda la humanidad.

Esto significa que los detentores primarios del derecho a la violencia revolucionaria contra el estado de cosas que impide esa extensión de la abundancia son los trabajadores, los productores directos, aquellos desde los que surge la riqueza material, real y efectiva. Como valiosa herencia del legado cultural y material acumulado en la historia humana, los trabajadores tienen el derecho de ser ellos mismos los destinatarios de la riqueza que producen, y el derecho de promover por la vía revolucionaria el derrocamiento del orden jurídico que lo impide.

La violencia revolucionaria así establecida se caracteriza por su contenido humanista y humanizador. Su objetivo es amplio, pero muy determinado: derrocar el Estado de Derecho que perpetúa una violencia excedente que ya es históricamente innecesaria. También, en términos sociales, ese objetivo se puede formular así: terminar con el ciclo histórico de la lucha de clases y con las instituciones que surgieron de él para legitimarla y perpetuarla. Y el orden que puede ser construido más allá de la necesidad de la lucha de clases es lo que debe llamarse, propiamente, comunismo.

11. La amplitud del objetivo puede acotarse estableciendo qué, en el Estado de Derecho, constituye el núcleo de la hegemonía burguesa. La respuesta de Marx es clara y contundente. Por un lado el sistema jurídico que consagra la propiedad privada de los medios de producción, asociándola al libre arbitrio sobre lo que se obtenga de su usufructo. Por otro, el sistema de normas jurídicas que consagran el mercado de la fuerza de trabajo como el núcleo a partir del cual se establece el salario.

La centralidad y la completa inviolabilidad de estos sistemas de normas es lo que Marx llamó “dictadura de la burguesía”, independientemente de si estos han sido obtenidos o se ejercen a través de mecanismos formalmente democráticos. En realidad la experiencia muestra que una “dictadura democrática” de la burguesía es mucho más estable y eficiente para consolidar su dominio que sus alternativas totalitarias. Y muestra de manera contundente también que la burguesía no tiene el menor reparo en recurrir a la fuerza física, y barrer con todas las formalidades democráticas, cuando siente amenazado ese núcleo estratégico de su hegemonía.

Que el dominio burgués sobre la sociedad no es sino una dictadura lo muestra ampliamente el hecho de que prácticamente cualquier tipo de leyes se pueden reformar, y se han reformado de hecho, bajo la condición de que esos sistemas de normas no sean tocados. Y lo muestra el que la práctica del mercado capitalista recurre a toda clase de mecanismos legales y extra legales cuando ese arbitrio se ve dificultado aunque sea en lo más mínimo. Y una muestra de esto es, a su vez, que la hegemonía burguesa no tiene problemas en proclamar derechos económicos y sociales cuando el lucro crece más rápidamente de lo que cuestan, y en restringirlos drásticamente, o simplemente abolirlos, ni siquiera cuando el lucro desaparece sino lisa y llanamente cuando no alcanza los márgenes que su avidez estima convenientes.

Nuevamente de manera profética, en tiempos en que estas tendencias apenas se esbozaban, Marx llegó a la conclusión de que la lógica del capital era simplemente la de su mera reproducción, sin importar realmente la satisfacción de las necesidades en torno a las que esto se pudiera conseguir, e incluso sin importar si en su operación se satisface necesidad real alguna. El narcotráfico, la industria armamentista, la especulación financiera, la usura comercial, que son hoy en día ni más ni menos que los principales y más cuantiosos negocios capitalistas, le dan pleno respaldo a su sombría anticipación. Como si estas plagas no fuesen suficientes, la depredación de los recursos naturales, la obsolescencia programada de los productos manufacturados, la mercantilización violentamente empobrecedora de los servicios, la desviación sistemática de los recursos estatales hacia el lucro privado, son otras tantas prácticas que respaldan su diagnóstico.

Justamente por la envergadura y la gravedad que han alcanzado, y los desastrosos efectos que producen sobre la convivencia humana, no hacen sino darle la razón a otra de sus ideas: en realidad no es el Estado de Derecho el que rige la sociedad humana, sino simplemente el interés capitalista. Frente al poder capitalista el Estado de Derecho imperante va perdiendo progresivamente incluso su aureola de legitimidad y legitimación, y se va revelando más bien como un simple modo de administrar lo que de hecho lo excede, como un modo de concentrar y ordenar la fuerza bruta para preservar los poderes que lo sostienen.

La situación actual del Estado de Derecho burgués no sólo es la antípoda de lo que Hegel soñó, no sólo es el extremo de lo que Marx anunció, sino que es incluso la negación de todo el horizonte emancipador que la propia burguesía proclamó históricamente como sus ideales.

12. La extrema gravedad de la degradación actual, por un lado, y la profundidad del horizonte comunista, hoy plenamente realizable, por otro, le dan a la voluntad revolucionaria hoy en día dos niveles, dos aspectos, que no deben ser concebidos como etapas sino como dos lados de una misma y única tarea. Por un lado la necesidad de realizar, de hacer efectivo el horizonte emancipador bajo el cual fue proclamado y construido el Estado de Derecho moderno; por otro la necesidad de construir condiciones materiales bajo las cuales la institucionalización del orden social bajo la forma de un Estado de Derecho deje de ser necesaria.

Realizar las posibilidades emancipadoras del horizonte moderno significa hoy lograr que toda la humanidad pueda gozar de los beneficios de la abundancia alcanzada y, a la vez, humanizar radicalmente esa abundancia hoy en día completamente distorsionada por el lucro.

Las dos principales dificultades para lograrlo son precisamente las que son el núcleo de la dictadura de la burguesía: un sistema económico que consagra la reproducción abstracta del capital por sobre la satisfacción de necesidades reales, y un régimen salarial regido por la mercantilización de la fuerza de trabajo.

La tarea ante esto, que es cada día más clara para cada vez más amplios sectores sociales es, por un lado, subordinar completamente el lucro al interés social y, por otro, fijar la relación entre salario y jornada laboral de acuerdo a la abundancia material disponible, por fuera de los mecanismos mercantiles. Por un lado todo emprendimiento económico, incluso aquellos por los que aún sea válido obtener lucro, debe estar subordinado al interés social. Por otro lado los trabajadores deben recibir progresivamente un salario proporcional a la riqueza social disponible y al aumento de la productividad.

Frente a esta tarea no sólo la burguesía es el enemigo. Y tampoco la burguesía es un enemigo de manera uniforme y homogénea. La combinación activa del análisis de clases y formas adecuadas de análisis de estratificación social, bajo un propósito y una epistemología marxista, deberían servir para establecer una cierta jerarquía en el bloque de clases dominantes que pueda operar como fundamento para una política de alianzas de diversa envergadura, que se propongan objetivos también de una radicalidad y alcances diversos.

Para que esto sea viable es necesario por fin, y de una buena vez, abandonar el delirio ilustrado de que la revolución es un evento crucial y definitivo, después del cual el nuevo orden baja desde el Olimpo de la razón para realizar el bien de manera homogénea. La revolución comunista debe ser imaginada como una larga marcha, llena de eventos cruciales, que se caracteriza más bien por la claridad de sus objetivos que por lo terminante de sus pasos concretos. Pero aún la más larga marcha empieza por el principio, y el desastre actual augura que no se tratará de un principio lento ni tranquilo.

La jerarquía preliminar de los enemigos no es difícil de establecer, al menos en el nivel programático, y ya la he enumerado antes. Es necesario terminar de manera radical y devastadora en primer lugar con el lucro improductivo, y en él, antes que nada, con la banca privada, los mercados financieros y el lucro meramente comercial. Radicalmente, es decir, de raíz, y de manera devastadora, es decir, haciendo que sus propietarios asuman directa y personalmente todas las pérdidas de capital que ello implique. Tras el espectáculo desastroso de las crisis financieras recurrentes, y la monstruosidad de las políticas sociales destinadas a sostener la avidez de quienes las producen, la única forma realmente racional de abordar el problema es simplemente barrer con la gran banca privada, con los fondos de inversión especulativos y con la usura comercial. Hoy en día es cada vez más patente que puede haber un altísimo grado de consenso social para una política como esta. El consenso está ahí, crece, y es oscurecido a penas por la enorme maquinaria comunicacional de los poderes dominantes.

Es necesario, en segundo lugar, revertir radicalmente la mercantilización de los servicios, en particular de la salud, la educación, la cultura, la vivienda, el acceso al agua y a la energía domiciliaria. Poner estos servicios bajo responsabilidad y gestión eminentemente social, distribuida. Poner todo el avance tecnológico que está relacionado con ellos directamente al servicio directo del mejoramiento de la calidad de vida.
Es necesario, en tercer lugar, erradicar de manera radical al capital que depreda el medioambiente, al empleado en la producción de armamentos, al que opera fundado en el narcotráfico.
No puede caber ninguna duda de que hay una enorme dosis de violencia en estas medidas radicales, ni de que será necesaria una enorme y sostenida violencia social para alcanzarlas. Pero tenemos derecho a esa violencia.

13. Pero cuando pensamos en el destinatario directo de toda esa violencia social urgente y necesaria lo que encontramos delante no es al capital, ni a sus propietarios. Lo que encontramos es el Estado, los agentes políticos y policíacos del Estado, y su sempiterno discurso legitimador: el Estado de Derecho.

Después de cien años de intentos, y de setenta años de dictaduras burocráticas, hoy sabemos que la toma del gobierno, ni siquiera por la vanguardia más lúcida y mejor intencionada, garantiza que la violencia política conduzca a la emancipación buscada. El espectáculo del socialismo que colapsa sin que se dispare un tiro en menos de dos o tres años, o el otro, peor, en que un partido llamado “comunista” encabeza un agresivo proceso de industrialización capitalista, debería ser una alerta más que suficiente ante las expectativas que se pueden cifrar en un marxismo meramente ilustrado.

La alternativa, como marxistas post ilustrados, y apelando justamente a lo más originario del pensamiento marxista, es que no puede haber horizonte revolucionario real sin una activa y radical desconcentración del poder del Estado, y sin una radical reversión de la tendencia de los burócratas estatales a convertirse ellos mismos en una clase social que usufructúa a partir del reparto de la plusvalía creada por los productores directos.

Por supuesto, cuando intentemos también ese gran asalto, nos encontraremos de frente una vez más con los agentes del Estado, pero ahora en la defensa de sus propios intereses, que se hacen congruentes de esa manera con los del capital improductivo.

No puede caber ninguna duda de que defenderán sus intereses apelando a esa violencia que llaman paz sólo porque favorece sus propios intereses. Y sólo podremos responder a ella con la violencia social. Y tenemos derecho a esa violencia.

Desconcentrar el poder central del Estado significa horizontalizar radicalmente los mecanismos de representación, dividir al máximo la captación y la gestión de los recursos sociales, terminar de manera completa y absoluta con el secreto o el carácter reservado de cualquier aspecto de la gestión social, emprender activas políticas de redistribución de los recursos nacionales para permitir el sustento y el auge de las comunidades locales, dividir el poder político hasta el grado en que la representación pueda establecerse cara a cara.

Las viejas y siempre renovadas argucias burocráticas sobre la ignorancia, el desinterés, o la falta de competencia de los ciudadanos, pueden ser fácilmente desmentidas. Los niveles de ilustración, competencia e interés por la gestión social tienen relación directa con el involucramiento real de los ciudadanos, y con la constatación real de sus efectos. Esa, que es una gran tarea para los marxistas post ilustrados, no es sino la realización del viejo y más clásico horizonte liberal, perseguido tanto por el liberalismo democrático como por el anarquismo, y que hoy, ante el totalitarismo burocrático y mercantil, resulta simplemente subversiva. No podrá haber una gran izquierda, diversa y subversiva, mientras los marxistas no entiendan la necesidad de esta gran convergencia en torno a la autonomía de los ciudadanos.

14. La violencia revolucionaria es una respuesta a la violencia institucionalizada. Es un derecho anterior a las instituciones del derecho. Es una posibilidad que la humanidad ha conquistado justamente en contra de la cosificación de sus posibilidades. Es un derecho que nace y recorre toda la modernidad, pero la trasciende. Pero, desde luego, no es la única forma de violencia contestataria, ni conceptualmente, ni en la práctica.

La violencia revolucionaria específicamente marxista debe distinguirse por su origen, por su carácter, por su objetivo. Proviene de una profunda desconfianza acerca del significado y las posibilidades del Estado de Derecho. Se propone ir más allá no sólo de la legislación adversa, sino también de una dictadura favorable. Se propone la extinción del Estado de Derecho a través de un proceso material que ponga fin a la lucha de clases. Sólo puede ser, por su carácter, violencia de masas. Porque proviene de un análisis de clases, de una perspectiva globalista e historicista.

No es, o no debe ser, aunque muchos marxistas lo hayan entendido así, violencia intersubjetiva, es decir, contra personas particulares consideradas por su situación particular. Tampoco contra normas o leyes particulares, sólo en virtud de su contenido opresivo propio.

En este caso, estar en contra de aquello que define y determina a un cierto Estado de Derecho no significa ponerse de manera permanente y sistemática fuera del derecho. El campo jurídico es, y debe ser, también un ámbito de lucha. Y esa lucha, aunque busque excederlo, no se da necesariamente, ni siempre, ni de manera uniforme, desde el exterior. La lucha parlamentaria (en todos sus niveles: gobierno, parlamento, municipios) tiene pleno sentido. La lucha directamente jurídica por reclamar y proteger derechos particulares que el mismo sistema de dominación, al menos formalmente, ya reconoce, tiene pleno sentido. La lucha por la ampliación de los derechos de los ciudadanos, inscrita en la trayectoria clásica del mismo horizonte progresista burgués o, en realidad, contra el claro retroceso de ese horizonte hoy en plena marcha, tiene pleno sentido. Incluso, dado el crecimiento acelerado del orden totalitario, puede hoy resultar una lucha subversiva.

Dos cuestiones esenciales distinguen estas luchas del simple reformismo o gradualismo socialdemócrata. Una es que cada lucha, por parcial que sea, está inscrita en la voluntad de derrocar y reemplazar radicalmente el orden existente. Otra es que estamos dispuestos a usar medios al borde de la ley, o incluso más allá de ella, para lograrlo. Por una parte medios como la marcha, la toma, la huelga, el paro general y político, que el sistema formalmente reconoce como válidos, aunque nunca respete de manera real, y sobre los cuales ha ido poniendo cada vez más trabas represivas. Por otra parte, cada vez que sea necesario, medios como la resistencia civil generalizada, el levantamiento popular, la sublevación de masas, e incluso la guerra civil, que exceden claramente lo que la legislación dominante puede permitir.

Pero, de manera inversa, otra serie de rasgos igualmente esenciales deben distinguir esta violencia de la violencia vanguardista, aunque use una retórica marxista. La primera, y la más importante, es que la violencia revolucionaria debe entenderse como violencia política y masiva. Las revoluciones deben hacerlas los pueblos, no los milicos, ni aunque sean de izquierda. Deben hacerlas los trabajadores como conjunto, no sus vanguardias, ni aún en el caso en que digan o parezcan “conducirlo”. Las vanguardias que se presentan sólo como educadoras y meramente “conductoras” terminan invariablemente suplantando a sus supuestos conducidos, y convirtiendo la posible dictadura del proletariado en una dictadura burocrática de la vanguardia misma.

La violencia revolucionaria debe ser siempre violencia de masas. El número de los que la emprenden, y el tipo de relación que mantienen con aquellos que los dirijan, no son en absoluto detalles incidentales o menores. Por supuesto, la inveterada impaciencia vanguardista reclamará aquí que a ese ritmo la revolución simplemente no ocurrirá nunca. Pero es necesario y, en muchos sentidos, imperioso, analizar de manera profunda esa impaciencia, sus orígenes y sus previsibles resultados.

La impaciencia vanguardista es uno más de los múltiples delirios ilustrados tan propios de la modernidad, y es particularmente desastrosa cuando se combina con la exaltación y la grandilocuencia romántica. Contiene la idea simple, y simplísima, de que la revolución es un evento, un único suceso altamente dramático y definitivo, que no sería sino la “toma del poder”, o la derrota contundente de la clase dominante, y que operaría en concreto a través de una gran batalla, predominantemente militar, con un resultado visible como la toma de un edificio, o de una plaza, o de la ciudad desde donde se ejercería el poder. A veces esta toma, que se suele celebrar como “el día” de la revolución, o una breve y decisiva guerra civil que la complete y la haga supuestamente irreversible, son consideradas por sí mismas como “la” revolución.

La historia ha sido extremadamente dura con estas simplezas: ninguna de las guerras revolucionarias ganadas de esta manera, y que se consideraron en su minuto como “irreversibles”, alcanzó a durar más de setenta años. Y ninguna se salvó de convertirse en la mera dictadura burocrática de la propia vanguardia que las “condujo”.

Contra esta ingenuidad es necesario pensar la revolución, y la violencia revolucionaria, como una larga marcha, llena de batallas grandes, y de muchísimas otras muy pequeñas, muchas en que predominan los rasgos militares, y muchas más en que predominan más bien la presión y la acción masiva de los ciudadanos.
El modelo de la revolución comunista debe dejar de ser la toma de la Bastilla, o la guerra civil ganada por los bolcheviques, y debe parecerse más a los cuatrocientos años que llevó la revolución burguesa en Inglaterra. Podemos acortar los plazos significativamente sólo si contamos con la voluntad del conjunto del pueblo, y sólo podemos formar esa voluntad a lo largo del proceso mismo.

15. Más relevante que los plazos, el asunto de fondo es que debemos medir el avance revolucionario no tanto por los objetivos políticos ganados, sino por los cambios en los procesos materiales que constituyen el sostén real de la hegemonía de una clase social u otra.

La burguesía revolucionó el mundo desde mucho antes de convertirse en la clase gobernante. Pudo hacerlo, por supuesto, sólo en la medida en que convertía progresivamente su acción social en poder.

En muchos sentidos, muy concretos, el horizonte comunista puede ir haciéndose materialmente real desde mucho antes de que el proletariado complete y consume su hegemonía sobre la sociedad.

Pero plantear las cosas de esta forma altera completamente la manera en que se ha pensado tradicionalmente la relación entre revolución y reforma, y eso debería permitir superar las desastrosas y autodestructivas discusiones que se siguen teniendo al respecto.

En primer lugar, es completamente destructivo, paralizante e inútil, entender la relación entre ambas como disyuntiva: o revolución o reforma. La diferencia debe establecerse respecto del horizonte de cada una, de su alcance, de su plazo. Hay reformas que pueden tener efectos profundamente revolucionarios (como la disminución progresiva y consistente de la jornada laboral), y hay “revoluciones” que terminan siendo apenas algo más que reformas de la misma lógica burguesa (como la revolución china). Lo esencial de esta discusión (casi siempre estéril) no es, ni debe ser, el modo o la rapidez con que se efectúa el cambio, sino su contenido, el horizonte hacia el que apunta.

En segundo lugar, la diferencia entre reforma y revolución no tiene que ver, por supuesto, con la presencia o no de un componente militar. No hay, ni histórica ni conceptualmente, ninguna correlación entre ambas cosas. Sin embargo, ambos bandos, “reformistas” y “revolucionarios” suelen correlacionar de manera interesada, y mañosa, este asunto del componente militar eventual con el asunto de si se tratará de procesos más o menos violentos. También esta correlación es errónea, tanto histórica como conceptualmente.

La iniciativa revolucionaria siempre es violenta. Lo es, sobre todo, para la clase dominante. Y de sus respuestas deriva en general su agudización hacia la violencia física o militar. Ellos llaman falsamente paz a su violencia. Nosotros no tenemos por qué revestir como paz la violencia que les contraponemos, incluso en el caso de que no se traduzca en hechos físicos o militares. Hablar contra la violencia, sobre todo en abstracto y de manera genérica (“venga de donde venga”), es siempre un argumento fácil para los que no quieren cambios profundos. Explicitar el contenido de violencia que acarrean, y contra el cual se contraponen, es siempre un deber y un derecho para los que sí buscan alcanzarlos.

Pero hay un tercer aspecto, netamente más oscuro, de la violencia vanguardista: la facilidad con que se llega a desconocer los derechos de sus enemigos particulares. En contradicción directa con la violencia fascista, la violencia revolucionaria no tiene, ni debe tener, el contenido ni la lógica de la represalia o la venganza. Porque lo que nos interesa son cambios históricos, muy por sobre la odiosidad intersubjetiva, porque lo que nos interesa son cambios globales, muy por sobre las injusticias locales, es justo y necesario que reconozcamos a nuestros enemigos, en tanto particulares, los mismos derechos que reconocemos y reclamamos para nosotros.

Esto significa que la violencia revolucionaria no puede, ni debe, recurrir al acto particular, ejemplarizador, ni detenerse en objetivos personales o particulares. Toda la justicia que corresponda reclamar o ejercer en situaciones particulares, por muy graves que sean, y por mucha dureza que merezca, debe inscribirse en el horizonte de garantías procesales y penales que la modernidad ha construido, y que flagrantemente no respeta. Es necesario, por cierto, incluir en ese horizonte las muchas convenciones que se han establecido para situaciones de confrontación militar. La guerra que queremos dar no tiene los mismos contenidos y, por ello, no puede tener las mismas formas, que la guerra que nos opondrá el enemigo.

16. Estas condiciones de la violencia revolucionaria, que buscan distinguirla de la consigna fácil de una paz que de hecho no existe, y a la vez de la tentación catártica de intentar resolver todo el nudo de las contradicciones históricas en un solo golpe, son parte del sustento argumentativo que nos permite reclamarla como un derecho.

Pero la teoría y sus argumentaciones, siempre cargadas de buena moralidad, también teórica, deben ser contrastadas con la dureza fríamente amoral de la realidad. La avidez desenfrenada de los poderosos, la ira acumulada y sin consuelo de los pobres, la mediocridad de la vida y la permanente frustración incluso de los que consumen, no logran, ni pueden lograr, establecer un marco real en que esas buenas moralidades salgan al campo, simplemente a enfrentarse con la caballerosidad con que se han debatido en el mundo académico.
Los espantos flagrantes de la realidad siempre han sido un buen terreno para los conservadores. En virtud de una lógica que sólo es “lógica” para los que tienen mucho que perder, siempre prefieren atenerse a lo que hay antes de correr el riesgo de empeorarlo apurando el cambio. La voluntad revolucionaria, no sólo por razones empíricas, es la actitud exactamente contraria a esta prudencia tan frecuentemente cómplice. Nos gustaría estar entre los vencedores, nos resignaríamos a estar incluso entre los vencidos, donde no queremos estar, en ningún caso, es entre el público.

La actitud conservadora respecto de la violencia, incluso entre los más progresistas, nos pide que ofrezcamos garantías de que esta violencia, histórica y de masas, que apunta hacia el comunismo, no terminará confundiéndose lisa y llanamente con la violencia vanguardista, con sus oscuras connotaciones de represalia, venganza, y su eventual resultado totalitario. Si quienes plantean esto han leído este texto hasta aquí, y aún así insisten en plantearlo, mi opinión es que simplemente no han entendido justo el punto esencial. El punto es que me he extendido a lo largo de todo el texto sobre la idea de violencia estructural, sobre la violencia contenida de hecho en las prácticas sociales opresivas aún bajo la plena vigencia del Estado de Derecho, sobre la violencia contenida, por eso, en el Estado de Derecho mismo, que las avala y tolera. Y he usado de manera consistente, y hasta el grado del cansancio, pera todo eso el término “violencia”, no “conflictividad”, ni “contraposición”, ni “diversidad”, ni “desacuerdo”.

No sólo tenemos derecho en principio, por razones filosóficas, a la violencia revolucionaria. Nuestro derecho surge también, empíricamente de un sistema que se obstina en no escuchar las demandas más sentidas del conjunto del pueblo a pesar de que ha comprobado la presencia de cientos de miles en las calles, decenas de veces, pidiendo que les restauren derechos que ya habían sido conquistados y reconocidos como justos, y a pesar de que abrumadoramente todos los sondeos de opinión que el mismo sistema usa para validarse le confirman ese mismo clamor. Surge, empíricamente, de un sistema político en que los representantes simplemente abandonan a sus representados, y dedican todos sus esfuerzos sólo a perpetuarse, y a atender los intereses de los poderosos.

Nuestro derecho a la violencia revolucionaria surge, empíricamente, como repuesta a la desmedida avidez del lucro, a la hipocresía general, al cinismo, de quienes le oponen sólo llamamientos morales, sin más eficacia que obtener nuevos términos de negociación mercantil, que no hacen sino profundizarlo.

Y cuando les preguntamos a esos prudentes, a esos moralizantes, qué garantías tenemos de que el marco democrático actual ofrezca un espacio para acoger y responder a nuestras demandas de justicia, y hacemos patentes las condiciones de hecho en que esto es negado, nos responden con moralinas acerca de la paz, del valor de la democracia, de los peligros de la violencia. Y cuando insistimos en qué clase de garantías nos dan entonces no tienen problemas en reconocer las “imperfecciones” de la democracia, los “vacíos” de la moralidad dominante, es decir, no tienen problemas en reconocer que no pueden darnos garantía alguna.

Pues bien, cuando moralizamos sobre la violencia revolucionaria, y tratamos de distinguirla de la violencia vanguardista, cuando postulamos el imperativo moral de que la violencia revolucionaria se mantenga dentro de los límites de sus objetivos emancipadores y humanistas, ¿podemos dar garantías de que la intensa frustración de las capas medias, de que la ira de los pobres, se sujetará a estos altos ideales, o de que nuestras respuestas a la brutalidad represiva se mantendrán dentro del civilizado respeto a los derechos del hombre?

Sépanlo y, tal como los pacifistas y reconciliadores deben hacerlo, asumamos todos las consecuencias: no, no podemos dar más garantías que la moral que decimos tener.
Por eso he hablado de violencia.


Punta de Tralca
22-26 Julio 2012.
___________________________
[1] Como cualquier conocedor notará, sigo en esta distinción la diferencia formulada por Herbert Marcuse, en Eros y Civilización, entre “represión excedente” y “represión primordial”, es decir, entre los componentes meramente históricos y superables de la represión y aquellos originarios que permiten la producción de la complejidad del aparato psíquico.

3 Respuestas para Violencia del Derecho y Derecho a la Violencia - Carlos Pérez

7 de agosto de 2012, 4:35

Conclusiones determinantes. Excelente articulo.

Anónimo
11 de agosto de 2012, 17:09

No es fácil, en estos días, reconocer que la historia humana ha sido hasta ahora la historia de la violenta lucha de clases, pero mucho menos fácil es reconocer que sólo con la violencia revolucionaria se puede acabar esta enajenación. La dureza del análisis marxista se justifica por la evidencia histórica de la violencia, aunque adquiere pleno sentido ante la posibilidad de una sociedad que sea dueña de las relaciones sociales que produce.

Notable artículo, principalmente por la coherencia y fuerza del profesor Pérez. El futuro se ve difícil, pero la historia humana tiene posibilidades infinitas.

Blurcat00

13 de agosto de 2012, 22:59

La necesidad por regular el orden social es un fenómeno puramente moderno, ninguna sociedad anterior a las sociedades capitalistas ha gozado de un Estado de Derecho, y mucho menos un cuerpo de leyes que formen el marco legal para la violencia histórica. Excelente ensayo de Carlos Pérez Soto, un gran pensador..

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