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.«Inutile de se soulever?», en Le Monde, n° 10.661, 11-12 de mayo de 1979, págs. 1-2.

«Para que el sha se vaya, estamos dispuestos a morir a milla¬res», decían los iraníes, el verano pasado. Y el ayatolá, estos días: «Que sangre Irán, para que la revolución sea fuerte».
Extraño eco entre estas dos frases que parecen encadenarse. ¿El horror de la segunda condena la embriaguez de la primera?

Las sublevaciones pertenecen a la historia. Pero, en cierto modo, se le escapan. El movimiento mediante el cual un solo hombre, un grupo, una minoría o un pueblo entero dice: «no obedezco más», y arroja a la cara de un poder que estima injusto el riesgo de su vida —tal movimiento me parece irreductible—. Y ello porque ningún poder es capaz de tornarlo absolutamente imposible: Varsovia siempre tendrá su gueto sublevado y sus cloacas pobladas de insur¬gentes. Y también porque el hombre que se alza carece finalmente de explicación; hace falta un desgarramiento que interrumpa el hilo de la historia, y sus largas cadenas de razones, para que un hombre pueda «realmente» preferir el riesgo de la muerte a la cer¬teza de tener que obedecer.

Todas las formas de libertad adquiridas o reclamadas, todos los derechos que se hacen valer, incluso los relativos a cosas aparente¬mente menos importantes tienen, sin embargo, ahí un último punto de anclaje, más sólido y más próximo que los «derechos naturales». Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son en ellas «absolutamente absolutos», es porque, tras todas las acepta¬ciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, cabe la posibilidad de ese movimiento en el que la vida ya no se canjea, en el que los poderes no pueden ya nada y en el que, ante las horcas y las ametralladoras, los hombres se sublevan.

Puesto que es así «fuera de la historia» y en la historia, dado que cada cual allí se las ve en la vida y en la muerte, se comprende por qué las sublevaciones han podido encontrar tan fácilmente su expresión y su dramaturgia en las formas religiosas. Promesa del más allá, retorno del tiempo, espera del salvador o del imperio de los últimos días, reino por completo del bien, todo esto ha consti¬tuido durante siglos, allí donde la forma de la religión se prestaba a ello, no un ropaje ideológico, sino la manera misma de vivir las sublevaciones.

Llegó la era de la «revolución». Desde hace dos siglos, ésta ha do¬minado la historia, ha organizado nuestra percepción del tiempo, ha polarizado las esperanzas. Ha constituido un gigantesco esfuerzo por aclimatar la sublevación en el interior de una historia racional y dominable: la revolución le ha dado una legitimidad, ha hecho la se¬lección de sus buenas y malas formas, ha definido las leyes de su de¬sarrollo; le ha fijado condiciones previas, objetivos y maneras de cumplirse. Se ha definido, incluso, la profesión de revolucionario. Al repatriar de este modo la sublevación, se ha pretendido hacerla aparecer en su verdad y conducirla hasta su término real. Maravi¬llosa y temible promesa. Algunos dirán que la sublevación se ha en¬contrado colonizada en la Real-Politik. Otros, que se le ha abierto la dimensión de una historia racional. Yo prefiero la pregunta que Horckheimer planteaba en otra ocasión, pregunta ingenua, y un poco febril: «Pero, ¿es, pues, tan deseable, esta revolución?».

Enigma de la sublevación. Para quien buscaba en Irán, no las «razones profundas» del movimiento, sino la manera en que era vi¬vido, para quien intentaba comprender lo que pasaba en la cabeza de estos hombres y de estas mujeres cuando arriesgaban su vida, una cosa resultaba chocante. Su hambre, sus humillaciones, su odio al régimen y su voluntad de derribarlo les inscribían en los confines del cielo y de la tierra, en una historia soñada que era tan religio¬sa como política. Se enfrentaban a los Pahlavi en una partida en la que para cada uno estaba en juego su vida y su muerte, pero también estaban en juego sacrificios y promesas milenarias. Y hasta tal punto, que las famosas manifestaciones, que jugaron un papel tan importante, podían a la vez responder realmente a la amenaza del ejército (hasta paralizarlo), desarrollarse según el ritmo de las ceremonias religiosas y, finalmente, remitir a una dramaturgia intemporal en la que el poder es siempre maldito. Extraña superposición que hacía surgir en pleno siglo XX un mo¬vimiento lo suficientemente fuerte como para derribar al régimen en apariencia mejor armado, mientras que estaba extremadamente próximo a los viejos sueños que Occidente conoció en otro tiempo, cuando se querían inscribir las figuras de la espiritualidad en el suelo de la política.

Dos años de censura y de persecución, una clase política orilla¬da, partidos prohibidos, grupos revolucionarios diezmados: ¿sobre qué, sino sobre la religión, podían apoyarse el desasosiego y des¬pués la rebelión de una población traumatizada por el «desarro¬llo», la «reforma», la «urbanización» y todos los otros fracasos del régimen? Es verdad, pero, ¿cabía esperar que el elemento religioso se borrara enseguida en provecho de fuerzas más reales y de ideo¬logías menos «arcaicas»? Sin duda no, y por varias razones.

En primer lugar, el rápido éxito del movimiento, el acomodo en la forma que había tomado. Estaba, a su vez, la solidez institucio¬nal de un clérigo cuyo imperio sobre la población era fuerte; y sus ambiciones políticas, vigorosas. Se daba todo el contexto del mo¬vimiento islámico: por las posiciones estratégicas que ocupa, las claves económicas que detentan los países musulmanes, y su pro¬pia fuerza de expansión en dos continentes, se constituye, en torno a Irán, una realidad intensa y compleja. Hasta el punto de que los contenidos imaginarios de la rebelión no se disiparon a la luz de la revolución. Fueron inmediatamente transpuestos en una escena política que parecía completamente dispuesta a recibirlos pero que, de hecho, era por completo de otra naturaleza. Sobre esta es¬cena se mezclan lo más importante y lo más atroz: la formidable esperanza de volver a hacer del islam una gran civilización viva, y formas de xenofobia virulenta; los envites mundiales y las rivalida¬des regionales, Y el problema de los imperialismos. Y la sujeción de las mujeres, etc.

El movimiento iraní no ha sufrido esta «ley» de las revoluciones que, según parece, haría aflorar bajo el entusiasmo ciego la tira¬nía que ya en secreto las habitaba. Lo que constituía la parte más in¬terior y más intensamente vivida de la sublevación afectaba sin intermediario a un tablero político sobrecargado. Pero este contac¬to no es identidad. La espiritualidad a la que se referían los que iban a morir no tiene parangón con el gobierno sangriento de un elegido integrista. Los religiosos iraníes quieren autentificar su ré¬gimen mediante las significaciones que tenía la sublevación. No se hace otra cosa que la que hacen ellos descualificando el hecho de la sublevación porque hoy haya un gobierno de mulás. Tanto en un caso como en otro, hay «miedo». Miedo de lo que acaba de pasar el último otoño en Irán y de lo que el mundo desde hace tiempo no había dado ejemplo.

De ahí, justamente, la necesidad de hacer resurgir lo que hay de no reductible en tal movimiento. Y de profundamente amenazante tanto para el despotismo de hoy como de ayer.

Ciertamente, no da ninguna vergüenza cambiar de opinión pero no hay ninguna razón para decir que se cambia cuando se está hoy contra la amputación de manos, tras haber estado ayer contra las torturas de la Savak.

Ninguno tiene derecho a decir: «rebélese usted por mí, se trata de la liberación final de todo hombre». Pero no puedo estar de acuerdo con quien dijera: «Es inútil sublevarse, siempre será lo mismo». No se hace la ley para quien arriesga su vida ante un poder. ¿Se tiene o no razón para rebelarse? Dejemos la cuestión abierta. Hay subleva¬ción, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la his¬toria y le da su soplo. Un delincuente pone su vida en la balanza contra los castigos abusivos; un loco ya no puede ser encerrado y despojado; un pueblo rechaza el régimen que le oprime. Esto no hace inocente al primero, ni cura al otro ni asegura al tercero los mañanas prometidos. Por otra parte, nadie es obligado a ser solida¬rio. Nadie es obligado a encontrar que esas voces confusas cantan mejor que las otras y dicen el fondo último de lo verdadero. Basta que existan y que tengan contra ellas todo lo que se empeña en ha¬cerlas callar, para que tenga sentido escucharlas y buscar lo que quieren decir.

¿Cuestión de moral? Quizás. Cuestión de realidad, sin duda. Todos los desencadenamientos de la historia no lograrán al respecto nada: porque hay tales voces es por lo que justamente el tiempo de los hom¬bres no tiene la forma de la evolución, sino la de la «historia».

Esto es inseparable de otro principio: siempre es peligroso el po¬der que un hombre ejerce sobre otro. Yo no digo que el poder, por naturaleza, sea un mal; digo que el poder, por sus mecanismos, es infinito. Las reglas nunca son lo suficientemente rigurosas como para limitarlo: y los principios universales nunca lo suficientemen¬te estrictos para desasirlo de todas las ocasiones en las que se am¬para. Al poder hay que oponerle siempre leyes infranqueables y de¬rechos sin restricciones.

Los intelectuales, en estos tiempos, no tienen buena «prensa»; creo poder emplear esta palabra en un sentido bien preciso. No es pues el momento de decir que no se es intelectual. Si se me pregun¬ta cómo concibo lo que hago, respondería: si el estratega es el hom¬bre que dice: «qué importa tal muerte, tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad de conjunto y qué me importa además tal principio general en la situación particular en la que estamos», pues, entonces, me es indiferente que el estratega sea un político, un historiador, un revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá; mi moral teórica es inversa. Es «antiestratégica»: ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente desde que el poder transgrede lo universal. Elección sencilla y dificultosa labor, puesto que es preciso a la vez acechar, un poco por debajo de la historia, lo que la rompe y la agita, y vigilar, un poco por detrás de la política, sobre lo que debe limitarla incondicionalmente. Des¬pués de todo, ése es mi trabajo: no soy ni el primero ni el único en hacerlo. Pero yo lo he escogido.

Michel Foucault 
Mayo de 1979

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