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3 de diembre de 2010.[1]
Juan Ormeño K.

Como algunos de Uds. saben, hace cuatro años me tocó presentar la primera edición de este libro del Prof. Carlos Pérez Soto –en aquel entonces el primer libro que Carlos había dedicado exclusivamente a Hegel, pese haber hecho cursos y seminarios de lectura de las obras de este pensador alemán casi sin interrupción durante los últimos veinte años y pese a que sus otros trabajos (sobre la condición social de la Psicología, sobre filosofía de las ciencias, sobre una política marxista posible y sobre las ciencias sociales en general) habían revelado ya –y lo siguen haciendo- explícitamente, y una y otra vez, la influencia modélica que la filosofía hegeliana ha tenido en sus propias reflexiones. Eso, que reproduce con bastante exactitud lo que dije entonces, podría todavía decirse, de no ser porque esta segunda edición del mismo libro es, en realidad, la primera edición de un libro distinto: en esta oportunidad, el autor ha agregado tres capítulos nuevos que, desde mi punto de vista, contribuyen decisivamente a caracterizar distintivamente su interpretación de Hegel. Es un libro distinto, además, por razones ‘borgeanas’ –porque su autor ha devenido otro: por pequeño que haya podido ser el tiraje de la primera edición, el hecho de que otra casa editorial haya pensado que el libro merecía una segunda y ampliada edición, es una muestra de que –a pesar de seguir siendo el ‘único’ libro de Pérez consagrado a exponer su interpretación de la filosofía de Hegel- su autor se ha convertido en un pequeño clásico (lo digo con ironía, pero con amabilidad); estamos en presencia de un autor que no sólo tiene varias segundas ediciones, ¡tiene una segunda edición del libro en el que habla de un autor exótico y bastante poco popular! Ya sólo por esa razón, la comunidad filosófica hegeliana de Chile tendría motivos para celebrar. Hace más de veinticinco años tal comunidad no existía; había grupos de personas que leían la Fenomenología del Espíritu, cuyo mayor lazo de unión era haber sido alumnos del sacerdote jesuita Arturo Gaete –a los que pertenecimos Carlos y yo- y algunos otros de un poco más de antigua data –como el profesor Carlos Ruiz Sch.. Sin embargo, en los últimos veinticinco años ha llegado a haber una tal comunidad, en parte importante, gracias a la incesante labor pedagógica y literaria del propio profesor Pérez. Eso mismo, creo, hace de esta edición un libro distinto: gracias a esta comunidad en expansión, contamos ahora con lectores capacitados para acercarse al libro con ojos críticos.

Este libro es tanto un libro sobre Hegel, como un libro sobre la interpretación que Carlos Pérez Soto hace de él –es decir, sobre aquello que, en Hegel, Pérez ha encontrado fascinante, útil, ingenioso y verdadero. Por lo mismo, Sobre Hegel intenta presentarnos, por un lado, las ideas de Hegel, que son complejas, de un modo en el que estas ideas puedan parecer atractivas, claras y potentes, sin perder su complejidad, y, por otro lado, nos presentan parte del pensamiento del propio autor del libro, el modo en que él mismo cree situarse en la trama de interpretaciones que hay sobre Hegel.

El libro tiene 10 capítulos. El primero, “Los mitos”, se hace cargo de las múltiples etiquetas que los poco más de 100 años que van de la mitad del siglo XIX hasta un poco más allá de la mitad del siglo XX le colgaron a Hegel sin mayor fundamento que la ignorancia o el profundo desacuerdo político –haya sido con Hegel o con Marx. En este capítulo, Carlos Pérez “ajusta cuentas”, en particular, con la lectura que Adorno hace de Hegel. Como se sabe, Adorno acusa a Hegel de ser una suerte de panconceptualista: no habría en la filosofía de Hegel lugar para la diferencia ni para la verdadera particularidad, pues ambas serían, por así decirlo, devoradas por el concepto absoluto y por la pretensión de totalidad del sistema. Carlos Pérez niega ambos cargos, aunque cada uno de ellos por razones distintas, sosteniendo que Adorno no leyó a Hegel sino superficialmente –cosa que Carlos muestra citando a Adorno y a Hegel. Dicho sea de paso, este pasaje del libro coincide con lo que Carlos presentó en un congreso sobre Adorno en el Goethe-Institut, que levantó en su oportunidad muchas críticas, pero ninguna objeción a los argumentos –textuales- aportados por él. Claro que, como resultado de eso, cierto círculo académico no lo traga (cuestión que a Carlos lo tiene sin cuidado). Sin embargo, por mala o falsa que sea la interpretación que Adorno tiene de Hegel, esta apunta a una divergencia filosófica importante que trasciende tanto a nuestro autor como a Hegel mismo. La cuestión tiene que ver con el modo en que concebimos la noción de contenido en general: ¿es defendible la idea de un contenido no-conceptualmente mediado –es decir, no formado conceptualmente; algo así como un contenido sin forma alguna? O por el contrario, ¿debemos aceptar la idea de que a algún nivel fundamental nuestra experiencia está conformada por materiales totalmente aconceptuales? Quienes sostienen lo primero –llamémoslos, por comodidad, los conceptualistas- no son para nada un grupo homogéneo (yo agruparía entre ellos a un cierto Kant, a Hegel, a Frege, al segundo Wittgenstein por lo menos, a Sellars, a Davidson y a McDowell), mientras que entre quienes sostienen que no –los defensores del contenido no-conceptual- estarían otro grupo no-homogéneo (conformado por otro Kant, Heidegger, Adorno y una serie de naturalistas quineanos –de Willard van Orman Quine). Esta discusión, sin embargo, no forma parte del primer capítulo, aunque se trata de algo muy similar en el tercero, llamado apropiadamente “Sobre Kant”.

Pero me adelanto. Luego de haber mostrado que las etiquetas de “archirracionalista” o “archirromántico”, de “filósofo oficial del Estado Prusiano” o de “precursor del totalitarismo (conceptual y político)”, carecen de fundamento alguno, Carlos pasa a su segundo capítulo, llamado simplemente “Hegel”. Aquí se nos ofrece una semblanza biográfica del filósofo suabo en el contexto de su época –que es la de la Revolución Francesa y la de la Inglaterra de los inicios de la Revolución Industrial, la de la Independencia de América, la de las guerras napoleónicas y la restauración, la de Goethe, Schiller, Beethoven y Kant, Fichte, Schelling. Al terminar este capítulo, salimos convencidos de que Hegel, con todo, no era alguien tan malo –aunque Carlos se guarda de contarnos algunos otros datos de su biografía que muestran un cierto matiz mezquino (véase, por ejemplo, la ácida disputa con Fries). ¡Pero que tire la primera piedra el que esté libre de pecado! Sin embargo, en este capítulo se enuncia una de las tesis centrales del libro, que constituye el núcleo de la interpretación que Pérez hace de Hegel, Según Pérez, éste “es el primer filósofo que es capaz de pensar de manera consistente más allá del imaginario político y filosófico que enmarcan la Ilustración y el Romanticismo. Es el primer filósofo cuya lógica y cuyo horizonte de reflexión están claramente más allá de las dicotomías que caracterizan a la modernidad” (33). Así formulada, la tesis resulta un poco extraña, puesto que para evaluar positivamente el hecho de que alguien piense por sobre los límites del imaginario ilustrado y romántico o moderno en general se requiere, primero, conocer cuáles son esos límites; segundo, que sea posible rebasarlos y, tercero, que sea deseable hacerlo. La estrategia por medio de la cual Pérez pretende llenar de contenido semejante formulación y cumplir estos requerimientos es presentarnos a Kant y a la cultura científica y literaria de su tiempo, como quienes han explorado a fondo tales límites y han mostrado –muchas veces a su pesar-, la necesidad de ir más allá de ellos.

Y henos aquí en el ya anunciado tercer capítulo “Sobre Kant”. Por razones a las que he aludido al mencionar que Kant puede ser interpretado tanto como un “conceptualista” como también como un defensor de la idea de contenido no-conceptual, yo no comparto la caracterización que Carlos hace aquí del chino de Königsberg. Ofreceré, sin embargo, una reconstrucción breve de Kant que cumple, en parte, con el propósito al que el autor apunta en el libro.

Básicamente, Kant habría mostrado que la posibilidad del conocimiento empírico en general se halla sujeta a condiciones subjetivas que, como un todo, son epistémicamente independientes de la experiencia. Dicho de otro modo, es nuestra facultad de conocer la que “impone” a la experiencia aquella forma peculiar, sólo bajo la cual es posible que nuestros juicios sobre el mundo (o sobre nosotros mismos) puedan ser “objetivos” –es decir, puedan ser verdaderos o falsos. Así, el hecho de que el naturalismo científico asuma como entidades básicas los particulares (las cosas) que tienen propiedades (entidades que no alcanzan a ser cosas), que están situadas en el espacio y en el tiempo y se relacionan entre sí correspondientemente, no se debe a que la ciencia capte la estructura del mundo tal y como es en sí mismo, sino a que el mundo, tal y como puede ser experimentado por nosotros –esto es, que ya está sometido a esas condiciones subjetivas-, tiene esa estructura. Esta idea, la de que el conocimiento no se guía por los objetos, sino que estos deben conformarse a nuestro conocimiento[2] -el famoso giro copernicano- es la clave para la solución que Kant va a ofrecer a los problemas con los que choca el imaginario filosófico ilustrado (vgr. el escepticismo respecto del mundo externo, el subjetivismo epistemológico, el dogmatismo racionalista, etc.) Pero también constituye la consagración de problemas análogos: sólo podemos conocer el mundo tal y como lo experimentamos, como fenómeno, pero nunca como en sí mismo es (es decir, haciendo abstracción de las condiciones subjetivas ya mencionadas). Esto no sería mayormente problemático –al menos desde mi punto de vista-, si no fuese por la insistencia del propio Kant de reservar un espacio conceptual a la idea de noúmeno –el fundamento trascendental incognoscible de la realidad que experimentamos; algo que sólo podemos pensar y que, según Kant, debemos poder pensar, aún cuando contradiga toda nuestra experiencia. El resultado de esta insistencia es que tenemos sólo conocimiento de las formas de lo que es, pero no “conocimiento real de lo que es en verdad”.

Bueno, estos “objetos nouménicos”, meras ideas de la razón, son la libertad, la inmortalidad del alma y Dios. Prescindamos de la inmortalidad y de Dios y tratemos sólo la primera de estas ideas. El problema con la libertad (que Kant piensa como una relación causal originada espontáneamente, sin condiciones antecedentes), es que es incompatible con nuestra experiencia del mundo –es decir, no podemos experimentar nuestra libertad en nuestras acciones. Sin embargo, Kant cree que ese concepto de libertad es el único capaz de dar cuenta de nuestra conciencia moral, según la cual algo es una consideración moralmente relevante cuando sabemos que la acción según ella es, para nosotros, una obligación que tenemos que poder cumplir, aún cuando contradiga cualquier otra consideración racional relevante para nuestra acción en el mundo (vgr. la preocupación por nuestra propia felicidad o por nuestra preservación). La consecuencia de estos planteamientos permiten, de nuevo, ejemplificar los límites del imaginario ilustrado (y romántico) y la necesidad de su superación: por un lado, la idea kantiana de libertad muestra que el sentimentalismo moral de los ingleses y las pasiones desbordadas de los franceses, la felicidad de los antiguos y el honesto decoro de los modernos no son buenos candidatos para que el sujeto pueda ser el autor efectivo de sus actos; en todos esos casos, sigues la senda que otros han trazado para ti. Pero, por otro lado, esa misma idea pone en cada agente singular la dicotomía entre agencia racional y agencia prudencial, entre virtud y felicidad, de modo que el agente autónomo se da, él mismo, una ley sin poder nunca saber si su acción, orientada según ella, puede ser eficaz.

Supongamos que esto basta para mostrar cuáles son los límites del imaginario ilustrado y para darnos razones para querer superar esos límites.

Y es precisamente a partir del capítulo que sigue, “Las operaciones hegelianas”, que se despliega la interpretación específica que Carlos hace de Hegel, que recapitularé brevemente en forma de tesis:
1. Hegel habría radicalizado el idealismo de Kant al prescindir del concepto límite de ‘cosa en sí’ o de noúmeno, poniendo en su lugar una unidad, internamente diferenciada, de sujeto-objeto “que equivale ontológicamente a toda la realidad” (45).
2. Y habría generalizado esa dialéctica de sujeto-objeto a todas las categorías con las que discriminamos objetos en la experiencia (es decir, que dualidades como determinación-posibilidad, necesidad-contingencia, etc., son concebidas por él como traspasando la una en la otra).
3. Además, Hegel habría historizado esta fluidez de las categorías (las categorías de la razón, la propia razón, tienen una historia, de modo que el cambio conceptual no puede concebirse como la historia de un acercamiento progresivo a la verdad a través de ir desechando errores, sino que ese cambio constituye a la propia razón),
4. Hegel habría encarnado ese movimiento histórico de las categorías en la identidad dramática, trágicamente autoescindida, entre historia humana y Dios.

Naturalmente, cada una de estas tesis puede ser reinterpretada o simplemente rechazada, dependiendo de cómo se las interprete. Carlos sugiere que estas tesis implican nociones como la de pensar la realidad (el “Ser” lo llama él) como una pura actividad que se escinde en los extremos del sujeto y el objeto o la historia humana y Dios: concebir a la naturaleza como pura exteriorización de la historia humana o las categorías no como meros predicados o formas constitutivas de la experiencia, sino como descripciones de “los modos en que el ser mismo va resultando el ser que es” (46). Lo que hay, diría Carlos, es una totalidad, que no puede entenderse analíticamente desde sus partes, sino desde la unidad y la diferencia, al mismo tiempo, en que esta totalidad genera –sí, ella misma- sus propios componentes. Para pensar este tipo de relaciones contraintuitivas es que Hegel se habría visto obligado a plantear “una nueva lógica” –el título del siguiente capítulo. Lo que hace aquí Carlos es describir, de modo muy abstracto, lo que él cree que son las cuestiones más relevantes de la “lógica ontológica” de Hegel. Voy a citar uno de los ejemplos con los que quiere contraponer lo que la lógica de Hegel diría y lo que el sentido común (o los hábitos analíticos de la racionalidad moderna) diría:

“Una dificultad completamente análoga es la que se presenta en la relación entre las nociones comunes de “articulación” y “funcionar”. Para el pensar común algo que ya es puede funcionar (o no). No tenemos habitualmente dificultad alguna para pensar algo sin funcionamiento. Un reloj no deja de ser el reloj que es si está detenido, o incluso descompuesto. Y un gato muerto sigue siendo para nosotros un gato. Concebimos cada cosa como articulación entre partes preexistentes, exteriores entre sí y exteriores al hecho de si funcionan o no. Y concebimos un orden estricto de anterioridades entre estos términos: para que haya un todo es necesario previamente el ser de las partes que lo componen, y ese todo es a su vez estrictamente anterior al hecho de si funciona o no.
En la lógica hegeliana en cambio, es el “funcionar” el que hace el ser de algo: si no funciona no es. Un gato muerto (que no funciona) simplemente no es un gato. Y es el todo orgánico, en principio inanalizable, el que opera como fundamento de la posibilidad de sus partes. Un gato desarmado no es un gato” (62).

Con todo, este ejemplo –iluminador en muchos sentidos- todavía no nos responde la pregunta, a mi juicio, fundamental: ¿por qué deberíamos pensar según la lógica que Hegel plantea en lugar de hacerlo como lo habíamos hecho hasta ahora? ¿Por qué pensar en términos de totalidad, en vez de pensar en términos de partes? Para esto, Carlos da varias respuestas, algunas más satisfactorias que otras. Por ejemplo: si Ud. está interesado en la posibilidad efectiva de la libertad, en la reconciliación de la humanidad, entonces Ud. debería pensar hegelianamente. Pero ¿qué pasa si uno es un carajo y no está interesado en ninguna de esas cosas? Carlos sugiere que para empatizar con estas extrañas ideas, hay que leer la Fenomenología del espíritu (FE), sobre la cual versa el capítulo siguiente. Pero eso no resuelve el problema, porque simplemente sugiere que no hay buenas razones para pensar hegelianamente a menos que Ud. quiera (o lo “necesite”). Por razones ligadas a su hipótesis global de lectura y a lo que él considera que es la aproximación interpretativa apropiada, ambas expuestas en el capítulo siete, “Una lectura kantiana de Hegel”, Carlos no le da a la FE un papel deductivo –esto es, de justificación de la Lógica, de esa extraña manera de pensar, quedando así la adopción de esta nueva lógica como cuestión de cada uno, como una elección arbitraria. Y el último capítulo del libro, el “Prólogo a posteriori”, parece sugerir esto también. Pero Carlos también tiene otros argumentos, expuestos en los otros capítulos nuevos de este libro, los relativos a la filosofía de la naturaleza y la física moderna. Según él, tanto la teoría de la relatividad como la mecánica cuántica han superado, internamente, los límites característicos de la racionalidad moderna –el modo de pensar de la mecánica clásica- que ya habían sido superados, abstracta, filosóficamente, por el viejo Kant, al concebir la realidad de sus objetos como “actividades o relaciones puras” en lugar de partículas (cosas) que se relacionan causalmente. Si esto es correcto, entonces se podría decir que uno debe pensar hegelianamente para pensar al modo de la ciencia contemporánea. Yo creo que Carlos nos diría que esa ciencia que ha rebasado los límites de la racionalidad moderna no expresa sino la época que la hace posible, que es la misma que hace posible a la lógica hegeliana. Sin embargo, a mí me parece que esta justificación por la época –enormemente dependiente de un diagnóstico de época altamente controvertido, para realizar el cual es necesario tener, quizás, demasiadas confianzas poco fundadas- es circular (suena demasiado a: “En la época de la fragmentación radical...las identidades se disuelven, los vínculos se rompen”; “En la época en la que no hay grandes relatos...predominan los lazos sociales locales”).

En cualquier caso, el capítulo sobre la FE, sigue siendo –como lo sostuve cuando presenté esta “misma” obra- lo mejor del libro. Independientemente del peso que se le de a esa obra en el “sistema” de Hegel, y aún cuando no estuviéramos de acuerdo con las claves de lectura que Carlos nos propone para adentrarnos en ella, todo lo que Carlos efectivamente dice de la FE en su libro es sugerente y puede ayudar a cualquier lector –tanto al neófito, como al experimentado. Nótese, por ejemplo, esta estupenda caracterización de la conciencia y la autoconciencia:

“La conciencia en Hegel se parece más a un conjunto de acciones y de disposiciones a la acción, a un “comportarse frente a” que tiene la característica central de que son experimentadas como externas al objeto al que se abocan. Y, de manera correlativa, no entiende autoconciencia como “conciencia de sí” a la manera ilustrada, ni como apercepción según el modo kantiano sino, nuevamente, como un contexto de acciones, como un comportarse, que tiene esta vez el rasgo central de experimentar al objeto como suyo y propio, de reconocerlo como producido, como objetivación” (78).

Muchas cosas más podría decir de este estupendo libro. Podría, por ejemplo, estar de acuerdo con Carlos en lo importante que es la filosofía de la naturaleza para el proyecto filosófico de Hegel (y diferir de inmediato en las razones por las que él la considera importante); o bien recusar la petición de principio involucrada en que él se atribuya a sí mismo la interpretación hegeliana de Hegel y relegue a todas las otras (que sean filosóficamente interesantes, estén bien informadas, etc.) a ser lecturas “kantianas” o “formalistas”, etc.). Ante todo, sería para mí de mucho interés discutir con él su uso de la expresión “ontológico” en frases como “lógica ontológica”, usadas para caracterizar el proyecto. Pero nos superaría a todos hacer esto aquí. También quisiera discutir con Carlos el rol que él le atribuye, en su interpretación de Hegel, a las nociones de campo transindividual, autofinalidad, etc., que yo creo que no hacen el trabajo aclaratorio que él cree que hacen. En fin. Habrá, espero, otras ocasiones.

¡Muchas gracias, Carlos, por seguir poblando con ideas extravagantes y necesarias un panorama intelectual más bien vacío y gris!


[1] Texto leído en el lanzamiento del libro Sobre Hegel  (Lom Ediciones, 2010, segunda edición)  realizado el 3 de diembre de 2010 en dependencias de la librería Proyección.
[2] KrV, B XVI (Prólogo a la segunda edición).

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