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Historia y Consciencia de Clase, Presentación y Comentario
Carlos Pérez Soto

1. Lukács

Georg Lukács nació en Budapest, el 13 de Abril de 1885, en una familia de la alta burguesía, que había obtenido incluso título nobiliario en el Imperio Austro Húngaro. Estudió derecho en la Universidad de Budapest y luego filosofía en Berlin y Heidelberg. Ya desde 1906 escribe en revistas literarias y participa activamente en el movimiento de renovación estética que atraviesa la bullente vida cultural previa a la Primera Guerra Mundial. En 1910 publica El Alma y sus Formas, su primer libro importante, y luego Historia del Drama Moderno, en 1911, y Teoría de la Novela, en 1916.
Cuando ocurre la Revolución Rusa, en 1917, Lukács era ya ampliamente reconocido como un intelectual crítico, progresista, estrechamente relacionado con Karl Mannheim, Ervin Szabó, anarcosindicalista, Arnold Hauser y Ernst Bloch, dedicado más bien a cuestiones culturales que a alguna militancia directa. Por esto, fue una sorpresa para la mayoría de sus amigos que en 1918 se uniera al Partido Comunista Húngaro, fundado en Noviembre de ese año por Bela Kun (1886-1938). Un partido pequeño, ubicado en el ala más izquierdista de la política marxista de su tiempo.

En Octubre de 1917 el gobierno húngaro reconoció su derrota en la guerra, a fines de ese mes una insurrección general de obreros y campesinos logró poner fin a la monarquía y se proclamó la república, el 21 de Marzo de 1919 los comunistas de Bela Kun, aliados con el Partido Socialdemócrata, proclamaron una República Soviética, que fue llamada la “República de los Consejos”. Este gobierno, sin embargo, fue derrocado el 1 de Agosto de 1919, por una invasión militar desde Rumania. Esta invasión hizo posible la dictadura del almirante Miklós Horthy (1868-1957) quien, tras una dura represión en que fueron asesinados miles de opositores, ejerció un gobierno de corte fascista, aliado de Hitler, entre 1920 y 1944, cuando fue derrocado a su vez por la invasión de las tropas soviéticas, tras la Segunda Guerra Mundial.

Los escasos cuatro meses de la República de los Consejos determinaron todo el resto de la vida y la producción de Lukács. Durante esos meses fue Comisario del Pueblo para la Educación y Comisario Político de una parte del Ejército Rojo húngaro. Tras la caída vivió largamente en el exilio, muchas veces en la clandestinidad, e incluso fue brevemente detenido en Viena, en 1920, logrando ser liberado tras el apoyo internacional de mucho intelectuales, incluyendo a Thomas Mann.

En sus primeros años en el exilio Lukács ocupó altos cargos en la dirección del Partido Comunista Húngaro, y participó activamente en la revista Kommunismus, órgano de parte de la izquierda de la Tercera Internacional. Vivió entonces muy de cerca los dramas de las oscilaciones políticas de la Internacional, y de las rencillas características de los Partidos derrotados, fragmentados, en el exilio, que muchos chilenos conocieron muy bien en los años 70. Acusado de izquierdista en 1924, por el Comisario Dimitri Zinoviev (1886-1936), e incluso, un poco al pasar, por el mismísimo Lenin, tras un vuelco de la Internacional hacia la derecha fue, sin embargo, acusado de derechista en 1929, por sus Tesis de Blum, un programa para el Partido Húngaro en que proponía que no se podía salir de la dictadura de Horthy directamente al socialismo, sino que había que transitar un período previo de “dictadura democrática”. Esta condena desde lo alto se debía, por supuesto, a que ahora la Internacional había virado a la izquierda, situación en que se mantuvo hasta 1935, en que promovió la política de Frentes Populares (justamente la que había propuesto Lukács), que sólo duró hasta 1939, en que tras el pacto de Stalin con Hitler se promovió una “agudización de la lucha de clases”, la que duró a su vez sólo hasta 1942 en que, tras la invasión alemana de la Unión Soviética se promovieron las alianzas antifacistas, lo que sólo duró hasta 1947, en que se inició la Guerra Fría.

En este ambiente polarizado, cambiante, lleno de intereses contrapuestos, no es raro que la obra de Lukács esté llena de propuestas, cada vez más prudentes, orientadas hacia asuntos puramente culturales, y retractaciones, varias de ellas en un tono que hoy nos parecería poco adecuado para un intelectual de primera línea. La primera quizás sea su Lenin, en 1924, en que, tras la muerte del líder, trata de mostrarse como consecuentemente leninista, y asimila ya muy visiblemente la debilidad de su posición frente a la todopoderosa Tercera Internacional. Luego, tras la Tesis de Blum, una nueva autocrítica que lo lleva a retirarse de la vida activa del Partido por 18 años. Luego, a su llegada como exiliado a la Unión Soviética en 1933, una autocrítica por Historia y Consciencia de Clase, de 1923 que, junto con las obras de Karl Korsch, había sido considerada izquierdista e idealista, por su apelación a la filosofía de Hegel. Estas autocríticas, y su amplio prestigio como crítico cultural, hicieron posible que fuera aceptado en la Academia de Ciencias de la Unión Soviética donde, durante una década, trabajó arduamente, en silencio, casi sin publicar ni participar en ninguna de las discusiones “filosóficas” que se deban entonces a la sombra del estalinismo. No tuvo, por ejemplo, ninguna participación en el infausto debate entre “mecanicistas” y “dialécticos”, que se dio entre 1924 y 1931, pero que a su llegada estaba ya resuelto por la hegemonía de los “dialécticos”, presuntamente defensores de Hegel, y el declive atroz de los “mecanicistas” desde la Academia al Gulag. Tampoco en los debates, en los años 40, en torno a las tendencias “cosmopolitas” en literatura.

Lo que sí pudo hacer, al menos por un tiempo, fue convertirse en uno de los primeros intelectuales en tener acceso a los Manuscritos Económico Filosóficos de 1844 y a la Ideología Alemana, textos de Marx que fueron publicados por primera vez por el notable camarada David Zelman Berov Goldendach, que se hacía llamar David Riazanov (1870-1938), en 1932, en el marco de las Obras Completas de Marx y Engels, llamadas por su sigla en alemán, MEGA I. Allí Lukács pudo comprobar la amplia sintonía entre las tesis de sus libros, tan criticados, y la palabra del propio Marx. Textos a los que ni Lenin, muerto en 1924, ni Rosa Luxemburgo, asesinada en 1919, ni Antonio Gramsci, en la cárcel desde 1927, habían tenido acceso. Como tampoco, por supuesto, la amplia pléyade de comisarios filosóficos de la Segunda y la Tercera Internacional. Nuevamente, sin embargo, Lukács no puede hacer eco explícito de estos valiosos descubrimientos. La edición del MEGA es interrumpida, por diversas infracciones de tipo ideológico, en 1939, y el propio camarada Riazanov, purgado en 1931, terminó fusilado, en 1938 por, entre otras acusaciones, “trotzkista” y, también “por su extrema hostilidad personal respecto del Camarada Stalin”, a quien tuvo la osadía de increpar en público en un Congreso diciéndole, en voz alta: “¡Déjalo Koba!, no te pongas en ridículo. Todo el mundo sabe muy bien que la teoría no es tu fuerte”.

Por fin, en 1944, tras las tropas soviéticas, puede volver a Hungría. Allí, desde su puesto como Profesor de Estética y Filosofía de la Cultura, en la Universidad de Budapest, inicia un intenso período de publicaciones y polémicas filosóficas, producto de los muchos trabajos acumulados en la década anterior. Publica, en rápida sucesión, Goethe y su tiempo (1946), Ensayos sobre realismo (1948), El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista (1948), Karl Marx y Friedrish Engels como historiadores de la literatura (1948), Thomas Mann (1949), Breve historia de la literatura alemana (1949), Existencialismo o Marxismo (1951), El asalto a la razón (1954). Todas obras mayores, que lo confirman como uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, cuestión que es internacionalmente reconocida en múltiples homenajes, en 1955, a propósito de sus 70 años.

Aún así, como intelectual intensamente comprometido con la política de su tiempo, encontró la manera de participar en la construcción de la República Popular Húngara, proclamada en 1947. Participó en el Consejo Nacional que la constituyó, fue diputado, promovió una política de vía democrática hacia el socialismo, afirmando de paso que su “auto crítica” por las Tesis de Blum en 1929, había sido meramente táctica, con el único resultado de que fue nuevamente acusado de derechista. A las acusaciones políticas directas se sumaron otras que apuntaban a sus posturas filosóficas, a sus tendencias “cosmopolitas”. Lukács se retira una vez más de la vida política directa en 1951. Sin embargo vuelve muy pronto, en 1956, para apoyar la democratización del socialismo húngaro promovida por el propio Partido Comunista, dirigido entonces por Imre Nagy (1896-1958). Durante el breve despertar húngaro de 1956 (junio-noviembre), fue nuevamente miembro del Comité Central del Partido y Ministro de Instrucción Pública. El movimiento, que se convirtió en una verdadera sublevación popular, fue aplastado por tropas soviéticas. Lukács fue expulsado del Partido y deportado a Rumania, donde permaneció bajo arresto por un año. Nagy fue juzgado en secreto y finalmente fusilado en 1958. El sucesor implantado por los soviéticos, János Kadar (1912-1989), sin embargo, en sintonía con las nuevas políticas anti estalinistas de Nikita Jruschov, redujo rápidamente la fase represiva del golpe, y progresivamente fue abriendo la vida política del país hacia la reconciliación, un consistente crecimiento económico y una vida cultural más plural que la que era común en los otros países del bloque soviético. Esto le valió, a Kadar, ser depuesto de manera completamente pacífica en 1988, entre honores y homenajes, después de regir el país por 32 años, sin las conmociones que acompañaron al derrocamiento de casi todos los líderes históricos del mundo socialista entre 1988 y 1992.

Para Lukács esto significó una vejez apacible. De regreso a Hungría en 1957, a los 72 años de edad, retirado ya para siempre de la vida política activa, pudo expresar sus opiniones contra el estalinismo en varios escritos y entrevistas, interrumpido sólo muy esporádicamente por los comentarios adversos de los encargados ideológicos del Partido. Hay que considerar que en los años 60 había una oleada de anti estalinismo incluso en los países socialistas, que terminó, por cierto, abruptamente, con la invasión soviética a Checoslovaquia en Agosto de 1968. Hay que considerar además que todas sus críticas se mantienen en un nivel de prudencia básica, que nunca exceden lo que era habitual decir contra el estalinismo desde el XX Congreso del Partido Soviético. Su prudencia, muy ligada al contexto de la Guerra Fría, tiene también profundas raíces en su sostenida fidelidad al leninismo, que no se cansó de repetir una y otra vez a todos aquellos que quisieron obtener de él opiniones más radicales contra Stalin.

Completamente entregado a la redacción de su Estética, cuyo primer tomo aparece en 1963, y de su Ontología del Ser Social, que empezó a publicarse en 1971, Lukács empezó a ser cada vez más ampliamente reconocido a lo largo de los años 60. Varios doctorados honoris causa de las más prestigiosas universidades a ambos lados de la Cortina de Hierro, múltiples ediciones y reediciones de sus obras, el inicio de la publicación de sus obras completas, en varios idiomas, sucesivas entrevistas con importantes intelectuales europeos, que dan lugar a varias publicaciones con sus opiniones sobre filosofía, literatura y política, y también a varias auto reconstrucciones de su trayectoria política y filosófica, incluyendo retractaciones de sus retractaciones. Fue rehabilitado y readmitido en el Partido Socialista de los Trabajadores Húngaros en 1969. Murió de cáncer, a los 86 años de edad, el 4 de Junio de 1971. Fue enterrado en Budapest con honores de “Héroe del Pueblo”.

2. Grandeza y Tragedia de Lukács

Tengo ante mi la primera edición de Las Uvas y el Viento (Nascimento, 1954), un hermoso libro de Pablo Neruda, en la página 178 leo: “Stalinianos. Llevamos este nombre con orgullo. Stalinianos. Es ésta la jerarquía de nuestro tiempo! Trabajadores, pescadores, músicos stalinianos. Forjadores de acero, padres de cobre, stalinianos!… No ha desaparecido la luz, no ha desaparecido el fuego, sino que se acrecienta la luz, el pan, el fuego y la esperanza del invencible tiempo staliniano!”. Tengo ante mí el número 34 de la revista Multitud, (Abril-Junio de 1940), dirigida, escrita, diseñada, impresa y difundida por Pablo de Rokha, adversario de Neruda, y leo, en el artículo titulado “Trotsky ha muerto”: “Trotsky jugó su papel de espía y traidor a la URSS, es decir a la clase obrera… y los aventureros que lo victimaron le echan la culpa a Stalin, el organizador de la victoria del socialismo en el planeta. Como si a Stalin le hubiese interesado matar a un muerto!” Los ejemplos que se podrían dar, en esta misma línea, son muchos. Y hoy en día son, por cierto, muy difíciles de entender. Ambos poetas, por supuesto, en un momento política y cultural más abierto, expresaron con perplejidad y prudencia sus críticas contra lo que, ahora, les parecía notorio e inexcusable.

Lukács no tuvo ni la ingenuidad candorosa, ni el curioso entusiasmo de nuestros poetas. Quizás porque estuvo peligrosamente cerca durante décadas del centro y la fuente de tal entusiasmo. Pero su actitud de compromiso, como las de Neruda y De Rokha, se mantuvo inalterable, durante los 53 años en que se consideró marxista. Por un lado trató de aportar lo mejor de sí a la lucha política directa por el socialismo. Hemos visto que, en este plano, nunca tuvo demasiada fortuna. Por otro lado defendió y desarrolló consistentemente a la teoría marxista como entorno intelectual en el que se podía dar una lucha, paralela e integrada, en el campo de las ideas. Su particular “espíritu de partido” (el famoso partinost leninista) no consistió en someterse a los dictámenes del Partido, sino en mantenerse siempre del lado de la revolución. El academicismo hipócrita, particularmente en el campo de los llamados “post marxistas” y “post modernos”, ha criticado con extrema dureza esta fidelidad. Una dureza exactamente inversa a la cuidadosa comprensión y delicadeza con que se trata la adhesión de Martin Heidegger al nazismo, otro intelectual que persistió en su “espíritu de partido”, contra todas las evidencias y emplazamientos, hasta 30 años después de desaparecido el Partido Nazi.

La trayectoria de Lukács, siempre al borde de la excomunión por unas razones, y luego por las razones contrarias, es característica de la de todo gran intelectual en una época en que los poderes del mundo se sienten en peligro. Tiempos terribles que forman nuestro pasado y que, seguramente, cuando pase este ominoso paréntesis de conservadurismo y mediocridad que se abrió en los años 80, será también la tónica de nuestro futuro. Es fácil, desde las apariencias de la tolerancia represiva que es el sello de la dominación actual, condenar o festejar de manera unilateral a estos gigantes del siglo XX que son Heidegger y Lukács. Es un poco más difícil pensar hoy, en cambio, en que lo corriente es la cooptación y la venta al mejor postor, cuál es el drama del gran intelectual frente a los dictados del poder, por un lado, y de la enajenación escondida en sus propias ilusiones, por otro.

Su caso, que puede tener hondas resonancias para los dramas de la shilenidad, es el de un intelectual que adhiere, en un momento ya bastante avanzado de su obra, a las posturas más izquierdistas de una revolución posible, que fracasa estruendosamente por 25 años y que es repuesta, de manera no menos estruendosa, desde el exterior, en un régimen que ahogará una y otra vez sus intentos de autonomía. No es raro, no debiera serlo para nosotros, en este país, que haya pasado, en menos de cuatro años, de su izquierdismo entusiasta a posturas más bien socialdemócratas. No es raro, no debiera serlo para nadie, que haya ligado esas posturas democratistas a su oposición a la estalinización del socialismo húngaro. No es raro que ante el poder sin contrapeso haya decidido refugiarse en una lucha más compleja, más indirecta, como es la literatura o la crítica cultural.

Lo que puede ser menos comprensible, sobre todo para los muchos que han pasado de maneras tan sospechosamente oportunas y rápidas del revolucionarismo más extremo a la autoflagelación y el escepticismo conservador, es que haya mantenido su profunda confianza histórica, su profunda confianza en que el mundo podía ser mejor, en que se podía terminar con la lucha de clases que agobia a la humanidad, y en que el socialismo efectivo, concreto, en la práctica, era la mejor manera de conseguirlo. Por esa confianza, que compartió sin duda con Allende, con Guevara, y con tantos otros derrotados, es que no se le perdona aún en las capillas académicas. Por esa confianza profundamente humanista es que se le considera con recelo, se le omite, se desconoce su profunda influencia, se lo lee de manera simplista.

Es respecto de estas omisiones, que hay que medir la importancia de su rescate, de sus insistentes reposiciones en el debate, por parte de los que creen que es posible una vía revolucionaria en el ámbito del pensamiento. Muchos de los problemas y de las soluciones que pensó y propuso no son ya nuestros problemas, y no tendrían porqué ser nuestras soluciones. Los tiempos han cambiado, las formas de dominación también. El estalinismo es para nosotros un viejo fantasma, que sólo se mantiene en las izquierdas abiertamente minoritarias, o en la mala voluntad de los profesionales de la voltereta. Los problemas de la industrialización forzosa han quedado sobrepasados por los revolucionarios cambios en la reindustrialización post fondista. El problema de un arte de Estado coincide hoy simplemente y sin disimulo con el del arte de y para el mercado. La confianza en la independencia de las Ciencias Naturales respecto de los problemas políticos ha sido y debe ser puesta hoy seriamente en duda, dado su uso a gran escala precisamente en contra de la liberación humana. Las esperanzas de Lukács sobre las virtudes y eficacias de la democracia pueden ser hoy puestas seriamente en duda, ante el espectáculo de la democracia que sólo funciona como mecanismo de legitimación. Muchos de los debates marxistas del siglo XX, que dependieron tan estrechamente de las formas de la vida y la lucha social que los rodeaba, hoy simplemente han perdido vigencia.

Sin embargo el poderoso Lukács nos sorprende, con su profundidad, con su alcance, por sobre todos estos cambios. Su notable crítica del irracionalismo moderno, sus agudas observaciones sobre el realismo en arte, su defensa de la dialéctica hegeliana como recurso para la crítica. Sus análisis culturales, son hasta hoy un modelo respecto del que toda crítica cultural debe pronunciarse, y son ampliamente imitados bajo las capas de embellecimiento trivial incluso por sus críticos más enconados. Es en estos planos, mucho más teóricos, que en las peripecias de la política marxista del siglo XX que, creo, tiene sentido discutir hoy sobre su obra. Es en el plano de la construcción de futuro que tiene sentido recurrir a esta densa erudición del pasado. Es sobre el asunto mismo, más que sobre los textos o las citas. Es sobre el intertexto, más que en torno al contexto, que la discusión puede ser nuevamente productiva.

Razones teóricas para discutir en torno a Lukács no faltan. Yo creo, sin embargo, que tanto en el campo académico como en el de la política convencional, el gran asunto, el gran espanto que produce hasta hoy su postura, es el de la figura de un intelectual en lucha. El gran asunto es el de cómo los intelectuales se suman, o se restan, a la gran lucha de todos. No quedan muchos Noam Chomsky en el mundo. Habrá que crearlos, habrá que discutir sobre su influencia, sus límites, sus modos de relacionarse con el poder, con el movimiento popular del que forman parte de hecho. Leo, en las páginas finales de su Canto General (1950), la esperanza de Pablo Neruda:

“Escribo para el pueblo aunque no pueda
leer mi poesía con sus ojos rurales.
Vendrá el instante en que una línea, el aire
que removió mi vida, llegará a sus orejas,
y entonces el labriego levantará sus ojos,
el minero sonreirá rompiendo piedras,
el palanquero se limpiará la frente,
el pescador verá mejor el brillo
de un pez que palpitando le quemará las manos,
el mecánico, limpio, recién lavado, lleno
de aroma de jabón mirará mis poemas,
y ellos dirán tal vez “Fue un camarada”.
Eso es bastante, esa es la corona que quiero.”

Yo creo que Georg Lukács esperaba lo mismo de su obra.

3. Historia y Conciencia de Clase

La colección de ocho artículos que es Historia y Conciencia de Clase fue publicada en 1923, el mismo año en que Karl Korsch publicó Marxismo y Filosofía. Son textos que marcan, en general, la transición del pensamiento de Lukács desde el democratismo revolucionario, influido por el anarcosindicalismo de Ervin Szabó, que murió en 1918, y el izquierdismo de Rosa Luxemburgo, asesinada en 1919, a la valoración leninista de la vanguardia organizada como Partido, que hará explícita en su texto Lenin, de 1924.

Escritos al calor de la lucha política concreta, Lukács hace en ellos lo que mejor sabe hacer: recurrir a su enorme erudición, a sus poderosas herramientas académicas, para postular un fundamento teórico. Un fundamento que ilumine la práctica, un fundamento que muestre, de manera inversa cómo surge él mismo de la política concreta. Dada su formación y su trayectoria intelectual hasta 1918, dado el contexto universitario del que proviene, todo en ellos resulta novedoso y sorprendente. En primer lugar su resuelta vocación política revolucionaria, en segundo lugar su apelación a una lectura marxista de las ideas de Hegel, en total contraste con las tendencias teóricas de su época, en tercer lugar por la ambiciosa combinación de política contingente y teoría filosófica que pretende. Es necesaria una mínima enumeración del contexto teórico en que aparecen para mostrar estos contrastes.

En la época de la Primera Guerra Mundial el neokantismo, oscilando entre el positivismo y el idealismo ético, ha dominado en las universidades europeas ya por casi cuarenta años. En su corriente dominante, ha declarado la autonomía de las Ciencias Naturales, el fin de la metafísica, la incognoscibilidad última de lo real. En términos prácticos ha predicado la neutralidad ética del filósofo y del científico, y ha promovido la academización del saber, la diferencia de hecho entre la actividad universitaria “pura” y el mundo de la vida común. La escuela neokantiana, sin embargo, está en crisis. Muchos intelectuales, desde varias perspectivas, muy diversas entre sí, han empezado a criticar su enclaustramiento, su negativa a valorar la experiencia inmediata, vital. El irracionalismo de Nietszche, la fenomenología de Brentano y Husserl, las exaltaciones del romanticismo en Bergson y Dilthey, constituyen un arco de oposición frente al positivismo y el evolucionismo de corte científico, por un lado, y el idealismo ético abstracto, que son sus prolongaciones y consecuencias. Las vanguardias estéticas, desde el post impresionismo hasta el dadaísmo, completan y refuerzan un clima de nerviosa efervescencia intelectual.

En el campo marxista, ampliamente hegemonizado por el kautskysmo de la Segunda Internacional, sin embargo, toda esta agitación permanece más bien lejana. Impera un tranquilo positivismo naturalista, cuya expresión práctica es el reformismo amparado en un fundamento evolucionista. Kautsky puede declarar, sin rubor ni escándalo: “las revoluciones no se hacen, se esperan”. Y también: “primero he sido darvinista, eso es lo que me llevó al marxismo”.

Un elemento muy relevante, sobre el que rara vez se ha llamado la atención con la fuerza que requiere, es que en esta época (1890-1930), en el movimiento obrero se siente y se practica un profundo prestigio de la cultura. Abundan las bibliotecas populares, las escuelas para trabajadores, los ateneos literarios y círculos de discusión y autoaprendizaje. Esto ha creado una amplia zona de contacto entre obreros e intelectuales universitarios, de la que surgirán innumerables obreros ilustrados, por un lado, e intelectuales de la alta cultura que se vuelcan a la revolución. Estos obreros son, en realidad, el “intelectual orgánico” del que nos habla Gramsci. Un tipo social muy distinto de la hegemonía de intelectuales y estudiantes en las nuevas izquierdas posteriores, en los años 60 y 70.

Sin embargo, en este reciente acceso masivo a la cultura reina el optimismo ilustrado, el naturalismo reformista, la completa confianza en los poderes liberadores de la ciencia, por supuesto, bajo el modelo de las Ciencias Naturales. Abundan los clubes positivistas, en los círculos políticos radicales se admira sin contrapeso el sinónimo entre Ciencia Natural y Progreso. El mismo Federico Engels afirma, justamente en el entierro de Marx: “Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana”.

La Revolución de Octubre cambió muy profundamente este panorama, en todos sus ámbitos. Acarreó el apoyo y el entusiasmo casi unánime de las vanguardias artísticas, llevó a cientos de intelectuales a abandonar su falsa neutralidad y a pronunciarse. A veces a favor, como en los casos de Russell, Wittgenstein, Reich, Stanislavski. Otras en contra, a pesar de los velos de neutralidad, como en los casos de Weber, Husserl, Jaspers, Freud. La honda crisis que significó la Guerra, el modelo ruso triunfante, la larga acumulación de discusiones en la intelectualidad obrera, produjeron una explosión de entusiasmo revolucionario durante los quince años siguientes (1918-1933).

En el campo de las ideas, el reformismo derivado del socialismo ético de estilo kantiano, predicado por los austromarxistas, o derivado del positivismo naturalista, propio del kautskysmo, resultó completamente inadecuado para vehiculizar, e incluso para comprender, esta oleada de llamamientos a la acción. La discusión clave se produjo en torno al “elemento subjetivo”, al papel de la subjetividad y la conciencia revolucionaria en relación a los dictados de las leyes históricas. Bajo un concepto determinista y evolucionsita de las leyes (naturales, sociales, éticas), como el que imperaba, la subjetividad y la conciencia son un efecto estricto de las condiciones sociales. La famosa afirmación “no es la conciencia la que crea el ser social, sino el ser social el que crea a la conciencia”, que es del mismísimo Marx, podía ser interpretada de manera determinista. Creer lo contrario era idealismo, voluntarismo, e incluso aventurerismo. Agregando a cada una de estas acusaciones, por supuesto, otra, agravante: “pequeñoburgués”.

En la lógica de la Segunda Internacional, la preocupación por el “elemento subjetivo” no pasaba de iniciativas pedagógicas, y la relación entre conciencia y acción inmediata o, al revés, entre la acción como elemento formativo directo y la teoría como efecto, corría más bien por cuenta de los anarcosindicalistas, o los representantes del anarquismo radical. Hay que recordar que Lenin fue acusado, ya desde 1903, de “blanquista” por la mayoría menchevique del Partido ruso (1). Entre los elementos anarquistas más intelectuales era frecuente la influencia de Nietszche, o de la filosofía vitalista de Bergson, con los consiguientes efectos individualistas, irracionalistas, e incluso nihilistas.

Es por eso que los casos de Rosa Luxemburgo y de Vladimir Lenin, son singulares. A pesar de las mistificaciones posteriores, el hecho bruto es que sus proposiciones fueron abiertamente minoritarias entre los marxistas anteriores a la revolución de Octubre. Como fue minoritaria, en general, la llamada izquierda de la Segunda Internacional. Quizás esta postura minoritaria se pueda entender considerando la extraña mezcla que proponían: por un lado una amplia confianza en el poder de una epistemología y una concepción puramente científica de lo social, por otro lado una exaltada confianza en el poder de la voluntad política para cambiar las reglas del juego, para alterar todo lo que pareciera determinación histórica. En Rosa Luxemburgo esta combinación se expresa en sus ideas en torno a la huelga de masas, a la posibilidad de que una escalada desde la huelga reivindicativa hacia la huelga propiamente política conduzca a un reforzamiento de la conciencia revolucionaria de las masas y desemboque en un proceso revolucionario. En Vladimir Lenin se expresa en la idea de que la conciencia revolucionaria no es espontánea, y que debe ser creada y reforzada desde la vanguardia que es la intelectualidad obrera, organizada como Partido de revolucionarios profesionales.

Ambos enfoques no habrían pasado de ser una curiosidad política, a medio camino entre naturalismo y voluntarismo, si no hubiese sido por las enormes conmociones sociales provocadas por la Primera Guerra Mundial, producto a su vez de la ambición imperialista llevada al extremo. La época revolucionaria que se abre en 1917 lo acelera todo, hace posible todo. Muchos anarquistas encausan su vitalismo como bolcheviques de izquierda, muchos mencheviques y anarcosindicalistas se pasan a las filas del leninismo. Es el camino de Trotsky, Lukács y Benjamin. Es el camino de las trágicas izquierdas de los años 20, que naufragarán luego bajo la represión fascista y estalinista.

Lukács y Korsch se dan a la gran tarea de ofrecer un fundamento teórico más consistente para ese énfasis en el poder de la voluntad. Para esto se proponen fundar el llamado a la acción en algo más que el entusiasmo neorromántico de tipo nitszcheano, y en contraposición al naturalismo ilustrado del kautskysmo. Argumentan que la conciencia empírica del proletariado no es más que un dato inicial, sobre el cual la voluntad política debe trabajar para construir un sujeto revolucionario efectivo. Deben argumentar, de manera simétrica, que la voluntad vacía, meramente fundada en sí misma, no es suficiente. Argumentan que la determinación histórica es sólo un dato empírico inicial, y que es la práctica revolucionaria la que puede llevar más allá de los límites que parecen irremontables. Deben argumentar, en consecuencia, que esos límites históricos no son naturales, sino sólo proyecciones de la enajenación o, en sus términos, realidades reificadas. La fórmula general, para sostener estos contrapuntos y equilibrios es hoy muy conocida, y tuvo una profunda influencia: se trata, en buenas cuentas, de la unidad en la acción política misma, de la teoría y la práctica.

Los argumentos de Lukács, como los de Korsch, Gramsci y Trotsky, operan sobre la base de un gran referente. Ha ocurrido ya una gran experiencia histórica que muestra que esa unidad es posible: la gran gesta política leninista. Por supuesto, entre 1918 y 1922, cuando se escriben estos textos, todo lo que se ve del leninismo es una seguidilla de audacias y éxitos resonantes. Las flagrantes derrotas en Alemania el 18, en Hungría el 19, en Polonia el 20, en Alemania e Italia el 21, e incluso los episodios oscuros como la sublevación y represión de Kronstadt en Petrogrado, el 21, o la guerra contra el ejército anarquista de Nestor Majno, en Ucrania, el 21, no se ven aún en la perspectiva de su trágico significado. Aún todo es entusiasmo.

Las sombras se hacen presentes, sin embargo, ya desde la primera hora y, en este caso, justamente en virtud de la contundente superioridad intelectual de la perspectiva de Lukács. Tal como ocurre en Gramsci, él ve con toda claridad la notoria paradoja que se produce entre la retórica naturalista y el énfasis en la voluntad en los propios bolcheviques. El grueso materialismo cienticista de Plejanov y Bujarin, respaldado por el propio Lenin, no es muy distinto del de la Segunda Internacional. Ya Rosa Luxemburgo ha tenido la perspicacia de desconfiar de una voluntad revolucionaria que se enuncia como si su certeza proviniera de la objetividad de la ciencia. Antes de ser asesinada, en 1919, ha alcanzado a escribir sobre sus aprensiones en torno a las consecuencias totalitarias posibles de una conciencia que no reconoce otro referente que lo que considera, ella misma, como certeza científica. Kautsky ha expresado, desde 1905, a pesar de su naturalismo, inquietudes parecidas. Por supuesto las opiniones de Kautsky caen, ante los ojos bolcheviques como todo lo que proviene del “renegado Kautsky”. Simétricamente las de Rosa Luxemburgo se pierden bajo la acusación general de “izquierdismo infantil”.

La solución de Lukács ante estos dilemas asombra hasta hoy por el giro que produce, completamente inesperado en este clima intelectual. Recurre a Hegel, un gran olvidado, un archi repudiado, para sostener que una voluntad racional es posible porque el objeto de la acción revolucionaria coincide con su sujeto. Porque la unidad efectiva de la teoría y la práctica se da en la práctica política misma. Sin saberlo, recurre a Hegel de la misma manera en que lo ha hecho Marx, en sus escritos juveniles, al criticar a Feuerbach. Sin saberlo, porque sólo tendrá acceso a esos textos desde 1930, diez años más tarde. La ortodoxia de Lukács consistió en algo más que repetir a Marx, consistió en razonar desde su mismo espíritu.

Pero, en realidad, sólo desde el poder se puede ser ortodoxo. Es el poder el que decide qué lecturas de la realidad obedecen a los maestros elegidos y cuáles no. La desgracia de Lukács, progresiva, se le viene encima desde varios frentes, cada uno de ellos perfecta e irónicamente prácticos. El Partido húngaro no logra convertir estas tesis, tan verdaderas, en verdad efectiva. El Partido ruso se ve encerrado en la necesidad de su defensa exterior e interior. La revolución industrial, imperiosamente necesaria para realizar el socialismo, requiere de ese naturalismo que en la acción política se rechaza. La voluntad radical choca, una y otra vez, con los dictados férreos de la política concreta en la situación concreta. El gran acierto de Lukács, que es el de Marx mismo, la primacía de la praxis, parece muy útil en la revolución triunfante, pero palidece como oportunismo inmediatista en el momento de la consolidación del poder. Ya Anatoly Lunacharski, gran amigo y compadre de Lenin, ha afirmado sobre él, con misteriosa sabiduría: “Lenin llegó a poseer una enorme perspicacia política. Tiene el don de elevar el oportunismo al nivel de lo genial”. En Enero de 1924, el gran conductor, el oportunista genial, muere, y tras él queda sólo el desierto, que es la realidad.

Es criticado de “idealista” no porque lo sea, sino porque el énfasis en la voluntad debe retroceder ahora, en la tarea de defensa del poder. Los críticos ven claramente la conexión entre el pecado filosófico del idealismo y el pecado político del voluntarismo. Y critican a este último a través del primero. Lukács ve esta conexión y su autocrítica, en más de un sentido, es rigurosa y sincera. La política es más importante que la vanidad teórica. Pero las críticas que le dirigen son débiles. Descansan en un materialismo poco defendible, y en la simple apelación a una situación de hecho: el triunfo del leninismo. La sofisticación de la autocrítica de Lukács esconde una ironía: reconoce el pecado político, pero defiende la misma idea, ahora amparándose en Lenin. El materialismo o no de una postura determinada sólo puede decidirse considerando la práctica política a la que da lugar. En eso consistiría el materialismo de Lenin, en su apego a la práctica política como criterio teórico. No hay que ser demasiado sutil para ver en este criterio la misma idea de unidad práctica del sujeto y del objeto de la que parece estar retractándose.

Los críticos insisten, sólo que ahora criticándolo de “derechista”. Él se dedica a investigar el irracionalismo en la filosofía alemana para fundamentar su condena al totalitarismo que emerge. Hoy, setenta años después, no hay que ser muy sutil para constatar que sus críticas, tan militantes, pueden volverse contra el mismo poder que parece defender. Una ironía, por supuesto, que la mala voluntad política con que es juzgado hoy impide ver completamente. En su vilipendiado Asalto a la Razón, Lukács se refiere Schelling, a Fichte, en términos que son aplicables a los jerarcas ideológicos y políticos soviéticos, como Deborin o Zinoviev. Argumenta allí no sólo sobre el irracionalismo explícito y militante, como el de Schopenhauer o Nietszche, sino también en torno a la simetría entre ese extremo y el del cienticismo extremo y abstracto de los fundadores de las Ciencias Sociales. Argumenta en torno a la sutil conexión entre irracionalismo romántico y el irracionalismo encubierto en la Ilustración pura. Un tema muy hegeliano, que suele hoy atribuirse a Adorno y Horkheimer, que lo han calcado sin pudor alguno de éste maestro oculto, al que omiten de manera tan visible. Hay quienes han sido capaces de encontrar críticas al totalitarismo en Heidegger, a pesar de su porfiada fidelidad silenciosa al nazismo. Casi nadie es capaz de concederle este tipo de ironía a Lukács, a pesar de sus reiteradas y explícitas críticas al estalinismo.

Es ese marco histórico, grandioso, excesivo, y sus largas consecuencias, el que hace resaltar la grandeza y la tragedia de Historia y Conciencia de Clase. Sus textos contienen una honda reflexión, que trasciende largamente sus circunstancias, sobre el problema de la voluntad en la historia. Se puede decir así: la gran tarea filosófica de Lenin ha sido la de poner la voluntad en la historia, y mostrar sus posibilidades; la tarea correspondiente de Stalin ha sido la de poner la historia en la voluntad, y mostrar sus límites. Lukács y Heidegger son los filósofos que más profundamente han visto este conflicto. Heidegger ha sido llevado por estas turbulencias desde Hitler a la melancolía, teórica y práctica. Lukács ha sobrevivido apenas tratando de mantener a la vez la razón y la esperanza.

Todos sus escritos posteriores podrían ordenarse en torno a ese conflicto. En sus textos contra el irracionalismo, y contra el arte meramente abstracto, ha expuesto los peligros de la voluntad pura: el nihilismo, la autoreferencia, la facilidad con que se hace cómplice de los poderes de turno. En sus escritos sobre Hegel, y sobre un realismo artístico crítico, ha defendido la posibilidad de una voluntad racional, que no es ajena al objeto práctico desde el cual se constituye. En su Estética, en su Ontología, ha defendido una línea de fundamento teórico que excede ampliamente las ingenuidades infantiles de los romanticismos y las trivialidades autoritarias de la Ilustración.

Es por eso que hoy sus razones, que la razón ilustrada no comprende, pueden ser pertinentes. La prepotencia autosuficiente de las Ciencias Sociales, y las vanidades intelectualistas de la deconstrucción, repiten hoy el sonsonete del positivismo (que deviene mero formalismo) y del irracionalismo (en su grado infantil de moda académica). Ante estos espantos contemporáneos, bienvenido sea nuevamente Lukács. Quizás volver a pensar en torno a sus textos sea un indicio de un tiempo nuevo.

4. La autocrítica de 1967

Cuarenta años después de su publicación, Lukács escribió un nuevo Prólogo a Historia y Conciencia de Clase(2). Sin presión alguna, ampliamente protegido por su edad (tenía 82 años), por su enorme prestigio internacional, en el contexto de apertura cultural que era entonces característica del socialismo húngaro. Bajo un clima político favorable: la invasión soviética a Checoslovaquia aún no había ocurrido, y la Primavera de Praga estaba en pleno auge.

El texto, sin embargo, contiene una severa crítica a las ideas contenidas en su libro más famoso. Una y otra vez recalca lo lejos que está ahora de esas ideas. Insiste en que sólo accede a publicarlo como contribución a la historia de las ideas. Se queja del uso y la significación que ha tenido, sobre todo en la “intelectualidad burguesa”.

Por supuesto, todo excede las intenciones y fines que su autor quiere conferirle. Más allá de lo que el propio autor llegue a pensar más tarde cualquier texto, no sólo éste, puede ser defendido por sí mismo, compartiendo las opciones que le dieron origen. Con o sin la autocrítica de Lukács, Historia y Conciencia de Clase sigue y seguirá siendo un texto fundamental, para varios de los muchos marxismos posibles. No sólo en general. En realidad la vigencia de un conjunto de ideas se mantiene, decae, vuelve a ser importante, una y otra vez, de acuerdo a los diversos contextos en que se lo lee. No existe no la verdad, ni el error, abstractos, no situados, por sobre la historicidad de la escritura. No hay tampoco un marxismo correcto respecto del cual juzgar su verdad eventual.

Sin embargo, las críticas de Lukács no son, como ninguno de sus escritos, ni triviales, ni banales. Una vez más el gran Lukács nos sorprende con su poderosa inteligencia, sin la distorsión de un contexto político opresivo. Es necesario considerar sus críticas, en primer lugar, entre las muchas críticas que se podrían hacer a estos escritos fundamentales.

Se podría decir que la gran preocupación que recorre a esta autocrítica es el irracionalismo, en particular, las consecuencias irracionalistas del voluntarismo. Hay en esto un aspecto muy visible: el irracionalismo de las ultraizquierdas de origen existencial. Hay otro menos obvio, pero mucho más relevante: el irracionalismo expresado como totalitarismo estatalista, amparado en una ideología “científica”. Lukács es directo y explícito respecto del primero, pero, una vez más, es oblicuo respecto del segundo.

Por un lado nos dice que en 1923 sus escritos están aún bajo la influencia de subjetivismo e idealismo. Esto lo habría llevado a confundir, siguiendo de manera simple a Hegel, las nociones de “extrañamiento” [Entfremdung, literalmente, extrañación] y “objetivación” [Vergegenständlichung, que Manuel Sacristán traduce como “objetificación”]. Dice Lukács, “este error, fundamental y grosero, ha contribuido sin ninguna duda mucho al éxito de Historia y Conciencia de Clase”. La diferencia, que tras la lectura de los Manuscritos de Marx le parece clara, sería que objetivación denota un rasgo constitutivo de todo ser, de todo proceso, mientras que extrañamiento sería la dimensión histórica agregada, excedente, producida en el contexto de la explotación humana que, como tal, sería superable a través de la realización de un proceso revolucionario. Al identificar ambas se produce, según Lukács, una elevación de la alienación [Entäusserung], que es el problema de fondo, tras el extrañamiento, al carácter de aspecto insuperable de la condición humana. Como se puede apreciar, sostiene, en la crítica cultural burguesa: “baste pensar en Heidegger”.

Esta identificación llevaría a subestimar la importancia de la objetividad, y convertiría la teoría social en una mera reflexión sobre condiciones subjetivas idealizadas. Cuestión que resultaría agravada si se identifica sin más al sujeto y al objeto, sin advertir las condiciones históricas, políticas concretas, en que esta identificación tiene sentido revolucionario. Planteadas las cosas de esta manera, implicaría que la superación de la alienación sólo es posible bajo la condición de superar la propia objetividad, es decir, sólo “espiritualmente”. Un terreno en el cual podría terminar pensándose como simplemente insuperable. Todo el planteamiento habría sido completamente idealista, y habría favorecido su interpretación idealista y conservadora.

En el mismo plano, en virtud del mismo defecto, el tratamiento de 1923 habría dejado de lado los aspectos propiamente materiales de la situación revolucionaria, esto es, sus fundamentos en la situación económica. Sólo bajo este fundamento habría, según Lukács, un enfoque realmente materialista. Pero también, ahora en otra dirección, le preocupa su identificación apresurada entre naturalismo y realismo, como si no pudiese formularse la idea de un realismo dialéctico, no positivista. Se trata, pues, de la consideración de la realidad económica, pero no a la manera del determinismo tecnológico propugnado por Bujarín, para el que la técnica opera casi como una fuerza natural. Sino bajo un realismo en que son las fuerzas sociales las que están a la base de todo desarrollo de las fuerzas productivas. Un realismo que sea capaz de considerar dialécticamente la teoría del reflejo, defendida por Plejanov y Lenin. Un realismo social, historicista, que es el que desarrollará mucho más tarde en su idea de una “ontología del ser social”.

Se debate Lukács aquí en terrenos pantanosos, rodeado de poderosos enemigos. Por un lado quiere defender el objetivismo desde el cual se ha podido llevar adelante la revolución de las fuerzas productivas en los países socialistas. Un proceso que requiere de una honda confianza en las posibilidades de la ciencia y la técnica. Por otro lado quiere confirmar la distancia que siempre ha tenido respecto de los deterministas, los materialistas vulgares, los economicistas simples… que abundan entre los teóricos estalinistas. Por un lado quiere defender la objetividad de los procesos históricos y políticos, pero a la vez distanciarse del que sólo afirma la determinación, sin el papel movilizador de la subjetividad. Por un lado quiere criticar a los voluntaristas, por idealistas, pero a la vez quiere defender el papel de la subjetividad.

Confrontado con exigencias tan opuestas, Lukács se refugia en el método. Los dos grandes aportes de este libro que le parece tan distante serían el uso de las categorías de mediación y de totalidad. La primera le permite afirmar una prudencia elemental: siempre es posible afirmar “tanto esto como lo otro”. La segunda es también un escape a las eventuales aporías: cuestiones que son ciertas para el todo (como la identidad del sujeto y el objeto) podrían no ser ciertas para la concreción de lo particular (como la relación entre el hombre y la técnica). Se podría agregar también que la afirmación de la historicidad le ayuda a mantener la coherencia: muchas de estas polémicas parecen tales sólo porque se las considera de manera ahistórica, abstracta, como si no estuviesen sometidas a la voluntad humana, a la política.

Cuando nos preguntamos cuál es el sentido de estos vaivenes, la situación real en que los piensa, la confrontación trágica vuelve al primer plano: una política ultra izquierdista que ha fracasado, una revolución industrial con contenido social que es imperioso defender. En el mundo burgués el fracaso de la extensión de la revolución a nivel mundial ha favorecido el idealismo irracionalista, conservador, como en Heidegger, e incluso progresista, como en el Sartre de El Ser y la Nada. En el mundo socialista las necesidades de la revolución industrial han llevado a un régimen que tiende a expresarse de maneras naturalistas, deterministas. La defensa vulgar del socialismo real se parece extrañamente, en sus argumentos, a los ataques que originalmente sufrió por parte del marxismo reformista de la Segunda Internacional.

Yo creo que, junto a ésta línea de ataques, contra el idealismo, la línea oculta de la argumentación contenida en esta Autocrítica de 1967, se puede encontrar en una frase aparentemente clara, pero principio misteriosa “ese discípulo de Zinoviev que fue Bela Kun”. Lukács enmarca su autocrítica completamente en un relato en torno a las circunstancias políticas en que los textos de Historia y Conciencia de Clase fueron escritos. Repasa sus propias posturas contradictorias, en aquel período. Centra sus recuerdos en la necesidad que tenía de combatir, en el plano de la política del Partido Húngaro, las tendencias “sectarias”, ultra izquierdistas, de Bela Kun. Describe su relación con la revista Kummunismus aceptando la interpretación prevaleciente de que se trataba de una publicación ultra izquierdista “justamente criticada por Lenin” por su mesianismo anti parlamentario, utópico, idealista. Declara su apoyo a la fracción de Eugen Landler, “hombre de inteligencia superior”, (1875-1928), partidaria de una transición democrática, previa a la lucha por el socialismo, en Hungría. Relata que su Programa, las “Tesis de Blum” (1929), formuló de manera práctica las ideas de Landler, que murió en 1928. Sostiene que nunca se arrepintió realmente de esas tesis, y que sus retractaciones al respecto sólo tuvieron un objetivo táctico: “mantenerse dentro del bando revolucionario”.

Pero, en medio de estas consideraciones, Lukács hace una diferencia crucial. Bela Kun habría formado parte de una tendencia sectaria en el sentido de que era mesiánica, utopista, voluntarista. Este sectarismo debería ser distinguido, sin embargo, de otro: “Está claro que al hablar del sectarismo de los años veinte no se le debe confundir con la variante de sectarismo que ha conocido la práctica estaliniana. El sectarismo estalinista se propone ante todo defender las relaciones de poder dadas contra toda reforma, o sea que es un sectarismo de objetivos conservadores, y de carácter burocrático en sus métodos. El sectarismo de los años veinte, por el contrario, tenía objetivos mesiánicos y utópicos, y sus métodos revelaban tendencias básicas categóricamente antiburocráticas. Por lo tanto, esas dos tendencias que hoy conocemos con el mismo nombre no tienen más que el nombre en común, mientras que internamente representan una tajante contraposición”.

Cuarenta años después Lukács no puede sino estar conciente de la tragedia implicada en esa “tajante contraposición”: Bela Kun será fusilado en los juicios de Moscú, por su pasado ultra izquierdista, el mismo Zinoviev será también fusilado, bajo la acusación de tener un pasado reformista. Zinoviev, el que “ha introducido los usos burocráticos en la Tercera Internacional”. Hombres como Zinoviev, que terminó siendo devorado, fueron también los maestros del ultra izquierdismo mesiánico de hombres como Bela Kun. El sectarismo estalinista quizás no sea otra cosa que el irracionalismo mesiánico puesto en el poder. Ese “verdadero discípulo de Zinoviev” que fue Kun resulta, bajo esta luz, una anticipación terrible. Esta es, creo yo, la carta oculta que el astuto Lukács nos deja en su Autocrítica de 1967. Cuarenta años después del mismo Lukács, aún es pertinente que pensemos en ella.

Carlos Pérez Soto
Universidad Arcis
Santiago, 15 de Octubre de 2008.-
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(1) August Banqui (1805-1881) predicó la toma del poder político a través de un golpe militar, llevado a cabo por una minoría de militantes especialmente adiestrados, que convocarían, de manera ejemplarizadora, el apoyo de las masas a partir de esa demostración de fuerzas. Puede ser considerado como el ejemplo clásico de política vanguardista y voluntarista. El propio Marx, en varios pronunciamientos cuidadosamente omitidos por los teóricos de la Segunda Internacional, alabó sus ideas.
(2) Este texto, fechado en Marzo de 1967, fue publicado en el segundo tomo de la edición alemana de sus Obras Completas, que contiene sus obras escritas entre 1918 y 1933.

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