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Teoría del Valor y Explotación
De Carlos Pérez Soto: Proposición de un marxismo hegeliano, Ed. Arcis, Santiago, 2008, pág. 98-128
1. La teoría de la enajenación, arraigada en la teoría de la objetivación, puede ser el fundamento de una teoría del valor. Se trata de establecer esta conexión para que se pueda, a su vez, construir una teoría radicalmente no naturalista del valor.
De manera directa, espontánea, el problema del valor no puede ser sino el de qué clase de cosas resultan “valiosas” para un ser humano, y porqué tipo de razones. Lo valioso está conectado estrechamente con lo que es deseable. Dar por obvio que hay necesidades y que son deseables las cosas que las satisfacen es, justamente, dejar sin discutir el problema de fondo: el de las concepciones del deseo que están en juego. Es desde esas concepciones de donde surgen los “límites” que los conservadores de todo tipo, incluso los que encubren su tradicionalismo en retóricas muy “rupturistas”, invocarán luego como condicionantes ineludibles de la política.
Especificaré, luego, las concepciones sobre la condición humana que están en juego en esta polémica soterrada. Lo que me importa aquí es señalar la lógica del argumento. Sólo de una sólida concepción de la condición humana es posible obtener una argumentación sustantiva en favor del comunismo. En el problema del valor es eso lo que está implicado en esencia, antes de la forma concreta de realización social de lo que se considera valioso.
La crítica radical, la que se proponga un cambio revolucionario, no puede limitarse hoy a la crítica de la explotación que deriva del intercambio desigual de valor de cambio. Arraigar la idea de valor en el problema sustantivo de qué clase de cosas son valiosas para los seres humanos permite ampliarla, y ser capaz desde allí de asumir como problemas sustantivos no solo los que se expresan en términos de valores de cambio, o en la lógica mercantil capitalista común.
El asunto es hoy políticamente inmediato. Es la polémica de si la discriminación por razones de género, etnia o cultura puede ser reducida a derivaciones del intercambio mercantil desigual. O, en términos más clásicos, es el viejo, viejísimo, problema del reduccionismo economicista.
Si ha habido marxistas reduccionistas en este sentido es un problema histórico, meramente empírico. Lo importante es que la argumentación marxista no está obligada al reduccionismo. En este caso, la generalización de la idea de valor permite evitarlo.
El reduccionismo se asocia casi siempre a reduccionismo causal. En el caso del economicismo se trataría de la afirmación de que la explotación en términos de valor de cambio, a través de la extracción de plusvalía, en el marco del trabajo asalariado, sería la causa de los problemas de género, o étnicos o culturales, o ecológicos. Esta causa única y general sería el gran problema que la iniciativa revolucionaria tendría que abordar. La resolución de este problema conllevaría la resolución de todos los otros.
Se pueden dar, y se han dado, abundantes y contundentes argumentos, empíricos y teóricos, en contra de este reduccionismo causal. Como mínimo no es empíricamente constatable que las diferencias de género, por ejemplo, implique siempre intercambio mercantil o, incluso, relaciones de intercambio que puedan ser expresadas en términos de mercancías, o de dinero. Otro tanto se puede decir de la discriminación étnica, o cultural. Al revés, se pueden mostrar abundantes ejemplos de situaciones en que, aún bajo relaciones mercantiles favorables, operan situaciones de opresión o de discriminación sobre los favorecidos. Se discrimina a mapuches ricos, se discrimina a mujeres empresarias.
El argumento original contra este economicismo remonta a Max Weber. El punto, en Weber, es que quizás los marxistas tengan razón en cuanto a que la relación social que se da en el trabajo asalariado sea desigual, discriminatoria, injusta, pero, aún así, ello no agotaría todos los problemas sociales. Weber afirma la multiplicidad de los problemas sociales: muchos problemas paralelos, muchas iniciativas paralelas. La idea de que una revolución las resolvería no resultaría viable.
Mi interés apunta justamente a esta consecuencia política: el problema de la unidad de la revolución. O de la unidad básica de todas las iniciativas revolucionarias en torno a un gran problema.
2. Voy a entender por “valor en general”, como he anunciado, a aquello que en el objeto resulta “valioso” para un ser humano. A su vez, este carácter de “valioso” está relacionado con aquello en el objeto que sería “deseable”. Lo deseado es lo valioso.
Pero esto hace retroceder el problema hacia el tema del deseo. Los seres humanos producen, consumen, intercambian, en virtud de que tienen necesidades. Esas necesidades se traducen, en términos positivos, en deseos. Necesidad y deseo son dos categorías que apuntan de manera inversa al mismo asunto. El “imperio de la necesidad” no es más ni menos que un “imperio del deseo”. Es importante consignar también la relación entre estos conceptos y la idea simple, espontánea, de “felicidad”. Se pude ser “feliz” si se logra satisfacer el deseo. De una manera un poco más compleja, se podría distinguir entre realizar el deseo y “colmarlo”: llevar a cabo aquello que el deseo nos pide (realizar) y, más allá, conseguir de manera efectiva aquello a lo que el deseo aspiraba (colmarlo). Parece una diferencia demasiado sutil, pero se hace necesaria para lo que explicaré luego.
La modernidad clásica formuló una idea naturalista de las necesidades y los deseos. Habría necesidades naturales determinadas, que se pueden satisfacer por medio de objetos naturales determinados. Digamos, por ejemplo, la sed, el agua. De esta manera, si realizamos lo que el deseo pide (obtenemos los objetos que los satisface), y si consumimos aquellos objetos, seríamos, simplemente, felices (colmamos el deseo).
Esta idea naturalista está hasta el día de hoy en el fundamento de las economías formuladas desde el liberalismo, o desde una perspectiva puramente científica. Se presume, como fundamento, agentes económicos “naturales”, cuyas conductas están determinadas por esta base natural. Incluso muchos marxistas han puesto como fundamento de sus reflexiones económicas este naturalismo, a través de una interpretación simple de la noción de “valor de uso”. El valor de uso consistiría en la utilidad de un bien, en el fondo, en su capacidad de satisfacer una necesidad. Ni liberales, ni científicos, ni este tipo de marxistas, se cuestionaron este fundamento. Lo dieron simplemente por obvio.
Pero esta idea, surgida del optimismo clásico de la cultura burguesa, sólo puede mantenerse inmaculada mientras impere tal optimismo. Arturo Schopenhauer fue uno de los primeros en indicar que la idea de colmar el deseo es ilusoria. Tras la realización de lo deseado, la obtención del objeto, incluso su consumo, sólo sobreviene la frustración y el hastío. Schopenhauer, pesimista, sostuvo que no había otra salida que desear cada vez menos.
El fondo de esta idea de frustración inevitable es que Schopenhauer ha alterado de manera muy fundamental la idea misma de desear. En su teoría el deseo no desea ya objetos, determinados, naturales, sino que desea puramente el desear mismo. Es, por decirlo de algún modo, un deseo vacío, indeterminado. Sin objeto real. Si el deseo sólo desea desear la consecuencia lógica es que ningún objeto puede colmarlo. Aún si llega a realizarse no logra ser colmado. Se puede decir también de manera directa: no se puede ser feliz.
Federico Nietzsche en cambio, optimista en la dramática medida de sus posibilidades[1], sostuvo que si no se puede colmar el deseo lo que hay que hacer es mantenerse deseando. Cada cosa obtenida hay que despreciarla. Y hay que notar que incluso el poder, ese objeto preciado de la “voluntad de poder”, está sometido a esta férrea condición. El “súper hombre” nietzscheano buscará el poder y, cuando logre obtenerlo lo abandonará con desdén, despreciándolo. Sólo el desear como tal es realmente vital. Esto, dicho de manera directa, equivale a sostener que, si bien no se puede ser feliz, se puede en cambio obtener “alegría”, sobretodo la “profunda alegría” de someter y luego abandonar al sometido.
Un mérito interesante de esta idea nietzscheana de deseo es que apunta más bien al deseo intersubjetivo que al que aspira simplemente a objetos. Reinterpreta, incluso, el deseo de objetos como deseo intersubjetivo. Esto es lo que hace que pueda ser retomada por Jacques Lacan, quien se la atribuye a Sigmund Freud.[2] Para Lacan el deseo aspira a objetos meramente imaginarios, de tal manera que, en su realidad efectiva, carece en rigor de objetos. Ningún objeto puede realizarlo y, menos aún, colmarlo. O, de nuevo, dicho de manera directa: no se puede ser feliz. Por cierto Lacan no tuvo la valentía nietzscheana de proponer un camino de “alegría” y jovialidad, lo que se traduce en su concepción, y en las terapias que derivan de ella, en una sistemática tristeza, disfrazada de “realismo” ante la propia condición humana.
Por supuesto las actitudes políticas de los que creen que sí se puede ser feliz son muy distintas de los que creen que la felicidad no es sino una construcción imaginaria, y que hay que “conocerse” mejor para ir abandonando ya tal mistificación. No es extraño que los filósofos que se llamaron en algún momento “post modernos”, que tienen casi siempre a Lacan entre sus referencias, practiquen esta tristeza sistemática, y la traduzcan, como es lógico, en evasión y abstencionismo político.
Sostengo que se puede fundar en Hegel una idea de deseo que nos libre de esta dicotomía entre “deseo natural” y “deseo vacío”. Se puede afirmar que, por un lado, el deseo desea algo determinado pero, por otro lado, algo que no es un objeto natural. Lo que el deseo humano desea no es sino la propia subjetividad humana. Hegel lo dice de esta manera: “La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia”.[3] O, también, lo único que es realmente valioso para un ser humano es la subjetividad de otro ser humano. Todo aquello que se considera “valioso” recibe esta determinación de su conexión con este deseo fundamental. Todo objeto que es deseado lo es por la subjetividad que contiene, o que promete. Son deseados como objetos objetivados, como productos de la actividad humana.
Lo que está contenido en esta idea de deseo es una historización radical de la necesidad: no hay necesidades naturales. Toda necesidad es históricamente producida. Y, de manera consistente, esto implica una historización radical de la idea de valor. A esto es lo que llamaré “valor en general”. Respecto de él es que se puede hablar del valor de cambio como un caso particular.
Esta formulación permite eludir la noción de “valor de uso”, tan cargada a través de la tradición marxista de naturalismo. Y permite ir más allá del rescate de la complejidad de esa noción defendida por los que han querido ir más allá del naturalismo, sin embargo, conservándolo.[4] No se trata de que el valor tenga un “aspecto” social, por ejemplo, el de las significaciones que en el intercambio humano se le atribuyen al objeto, pero que estaría montado, a su vez, sobre un fondo natural. No hay tal fondo natural. No se trata sólo del acto comunicativo contenido en el intercambio. Se trata de valor puramente humano, radicalmente histórico.
Es importante notar, por último, que el deseo, formulado de esta manera, sí es realizable, y también colmable. Es decir, sí se puede ser feliz, incluso plenamente. Sugiero que, en estos términos, parece haber abundante evidencia empírica al respecto. Pero, como he sostenido en la sección anterior, nada aquí obliga a pensar en la felicidad como permanente, homogénea y general. Para la voluntad comunista es suficiente con establecer la posibilidad real de la felicidad. No es necesaria la idea roussoniana de felicidad general.
3. Los seres humanos producen toda la objetividad. Esto es lo que he afirmado como teoría de la objetivación. Al producirse, al objetivarse, producen valor. Producen su propia subjetividad exteriorizándola como objetos. El valor en general, como subjetividad humana exteriorizada, es lo que está en juego en todo intercambio.
El valor, sin embargo, como subjetividad en general, es simple y radicalmente inconmensurable. No hay manera de reducirlo a cantidad de ningún tipo. Es, para decirlo de manera elegante, lo cualitativo puro.
Esto significa que todo intercambio de valor debe ser considerado, en principio, como no equivalente. La lógica básica, primitiva, espontánea, de todo intercambio, es la del devorar y del regalo. Se da algo sin expectativa alguna de recibir, o se busca algo, sin disposición alguna a ofrecer.
Lo realmente importante de esto, que es una cuestión de tipo meramente lógico, es su formulación inversa: todo intercambio que se considere equivalente está fundado en una ficción, una ficción de equivalencia, acordada o impuesta.
Sostengo que se puede hablar de “mercado en general” cuando los intercambios se realizan sobre la base de alguna ficción de equivalencia. A lo largo de la historia humana se pueden encontrar muchas construcciones sociales de este tipo. Construcciones históricas, la ficción de equivalencia, levantadas sobre un hecho fundamental igualmente histórico, el valor como aquello sustantivo que está contenido en toda objetivación.
Hay “mercado capitalista”, en particular, cuando la ficción de equivalencia se realiza a través de una ponderación de hecho, global, tendencial, del tiempo socialmente necesario para producir algo que, en virtud de esa ponderación, se puede llamar mercancía.[5] Este valor, el que se intercambia de esta manera, es el que se ha llamado “valor de cambio”.
Se puede decir que el gran logro de la modernidad, en esto, es llevar las ficciones de equivalencia mercantiles s su máxima abstracción posible, a una medida exenta de toda cualidad reconocible como directamente deseable: el tiempo. Es esta enorme abstracción la que permite operaciones auténticamente cuantitativas, como nunca antes. Operaciones en que todas las cualidades sensibles de los objetos intercambiados pasan a un segundo plano.
Por cierto, por un lado, se puede ver en esta abstracción el fondo de deshumanización general que caracteriza a la modernidad capitalista. Pero, por otro, no podemos dejar de reconocer, y admirarnos, de este límite, socialmente conquistado, sin que nadie en particular lo haya planeado, en que cada vez que cambiamos una mercancía por dinero cambiamos una cantidad de tiempo por otra, cantidades de tiempo mediadas, transformadas una y otra vez, cantidades de tiempo que ocultan en ellas la sangre, el sudor y las lágrimas que constituyen en esencia a aquellos objetos que median.
La gigantesca eficacia, la enorme proporción, de las transformaciones producidas a partir de esta forma de intercambio, nos han llevado a llamar “mercado” a todo intercambio que suponga alguna clase de equivalencia, a buscar equivalencia en sentido moderno en todos los intercambios, a llamar mercancía en general a todo objeto del que presumimos que puede ser intercambiado.
Como he indicado en nota a esta misma sección, con esto no hacemos sino extender la lógica de la modernidad a toda la historia humana, y a todos los aspectos de se dan en ella. Una operación característica de esta cultura: su dificultad sistemática para ver a lo otro como otro, su tendencia a colonizar toda la realidad que encuentra a su paso. Digámoslo: no todo procedimiento es un “método”, no todo objeto que nos parezca bello ha sido considerado por otras culturas como “arte”, no todo saber que vemos en otras culturas que nosotros consideramos correcto es “ciencia”, no todas las historias sobre héroes señalan la presencia de “individuos”, el derecho a voto de los aristócratas griegos no es asimilable a lo que llamamos hoy “democracia” o “ciudadanía”. Y, también, no todo intercambio mercantil puede ser considerado como intercambio mercantil capitalista, es decir, fundado en el intercambio de valor de cambio.
La inercia conceptual es tal, sin embargo, que es necesaria una opción, sólo para facilitar las cosas, aún a costa de una pérdida parcial de rigor. Llamaré “intercambio mercantil” al que está basado en el valor de cambio. E “intercambio no mercantil” al que está basado en otras ficciones de equivalencia. A pesar de la concesión al uso común, colonizador, hemos ganado algo con esto: no todos los intercambios de valor en la sociedad capitalista son intercambios de valor de cambio. Subsisten en el capitalismo “economías”, heredadas de formas sociales anteriores, que operan de maneras alternativas a la dominante. “Mercados” que no son considerados por nuestra mentalidad colonialista como auténticos mercados.
Los intercambios que llamamos “subjetivos” o “culturales”, como los que ocurren en las relaciones entre géneros, o entre identidades étnicas, o entre marcadas diferencias sociales, constituyen auténticos “mercados” en el sentido de que lo intercambiado en ellos es valor en general, subjetividad humana objetivada. En realidad la caracterización como “subjetivos” o “culturales”, dada en un contexto ideológico que privilegia ampliamente lo que llama “objetivo” o “económico”, no hace sino bajar la relevancia, contribuir a ocultar, los auténticos dramas que se dan en ellos, contribuyen a oscurecer su carácter de conflictos objetivos.
La objetividad de todo intercambio tiene su origen y sentido en lo único que es fuente y sentido de toda objetividad: la producción humana. En todo intercambio se transa algo objetivo. Eso, objetivo, que es transado, es la exteriorización de la subjetividad humana.
4. Dada esta idea general de valor e intercambio, se puede formular una idea, también general de explotación. Hay explotación cuando hay intercambio desigual de valor. Hay que recordar, por supuesto, que el valor es inconmensurable. Esto significa que el juicio “explotación” refiere no al intercambio como tal, sino a la ficción de equivalencia que lo preside. Hay explotación cuando, dada una ficción de equivalencia, aún en sus propios términos, el intercambio resulta desigual.
Las lógicas del devoramiento y del regalo son importantes aquí. En la medida en que no ha operado una ficción de equivalencia, no se puede decir que en ellas haya explotación. En la primera porque la equivalencia no ha alcanzado a formularse, en la segunda porque se ha renunciado a ella.
La lógica del devoramiento es importante porque señala la estructura básica, en un plano meramente lógico, que preside todo intercambio humano. Es lo que Hegel llama “apetencia”, y examina en su famosa “dialéctica Señoría - Servidumbre”. El punto esencial es que la subjetividad humana está constituida como tensión. Como aspiración indeterminada a ser en cada una de sus figuras particulares el todo. Como tendencia constituyente al devoramiento del otro. Lo que el deseo desea, en cada uno de los particulares que hacen efectiva la multiplicidad subjetiva, es estar completamente en el deseo del otro. Es poseer su deseo, es ser en el otro un sí mismo. Devorarlo.
Esto hace que, desde su fundamento lógico, la relación intersubjetiva esté constituida como lucha. Pues bien, la esencia de esta lucha es que no puede ser ganada, al menos de esta manera. Justamente aquello que se trata de devorar no es devorable: una subjetividad otra. Una subjetividad como tal, una que es autoconciencia, es una subjetividad libre. Dada su libertad, constituida esta como tensión, es decir, como negatividad, la única manera de ganar esta lucha es que ese otro consienta ser derrotado: que se resigne. El drama, sin embargo, es que hecho esto, habiéndose resignado, ya no es aquel objeto deseado, una autoconciencia libre.
Los que han leído la Fenomenología del Espíritu sólo hasta la página 140, una desafortunada costumbre francesa, inaugurada por Kojève y mantenida por lectores haraganes, saltan rápidamente de este drama a la conclusión radical de que toda lucha es vana, y que, al estilo de Lacan, el deseo es simplemente irrealizable. Pero el libro tiene otras 340 páginas. Y en ellas está contemplada una posibilidad que puede ser pensada con independencia del contexto religioso, luterano, en que Hegel la plantea: que ambos se regalen[6]. Que consientan libre y mutuamente su entregarse, y ser devorados, uno por el otro, y que mantengan su libertad en ello. Considerando la unidad transindividual de la Autoconciencia, desde la que se constituyen las Autoconciencias contrapuestas, Hegel llama a esto “reconciliación”. Depurado de sus connotaciones meramente cristianas, se trata del reconocimiento mutuo de los particulares reales y libres en la universalidad que los produce. Esto puede perfectamente ser pensado como la lógica del comunismo: una situación de abundancia en que impera, tras una enorme y trágica historia de mediaciones, la lógica general del regalo, la lógica del intercambio no equivalente.
Por supuesto, nada obliga a pensar el “regalarse mutuo” de dos autoconciencias independientes en términos cristianos y, mucho menos, a describirla como “perdón”. Lo único relevante es establecer su posibilidad. Por otro lado, nada obliga a pensar esta posibilidad como necesaria, obligatoria y homogénea. Uso aquí el término “posibilidad” en sentido fuerte. Con eso es suficiente. Lo esencial es esto: la posibilidad real de una sociedad en que impere el intercambio no equivalente, de una sociedad sin mercado.
5. Aunque, en términos conceptuales, especificar la posibilidad de una sociedad en que impere el intercambio no equivalente, es relevante, es obvio que la noción de explotación es más urgente y pertinente a nuestra historia efectiva. Ambas quedan conectadas, sin embargo, porque es necesario especificar en qué sentido un regalo, intercambio no equivalente, no es explotación. Esto permitirá detallar el contenido de la noción explotación misma.
Para que se reconozca una relación social como explotación es necesario considerarla desde la ficción de equivalencia que la preside. Es desde ella que el intercambio es desigual. Desigual en términos de que el proceso de valorización que contiene favorece a uno de sus términos por sobre el otro. Pero es necesario, además, que haya una conexión causal entre ambas cosas: que la razón de la valorización de uno esté directamente ligada a la desvalorización del otro. No sólo que el valor producido circule de uno a otro, sino que de esa circulación dependa la valorización del favorecido.
Esto es importante porque es esa conexión la que creo un interés objetivo en la mantención de la situación. Por debajo de la posición subjetiva de cada uno, de las buenas o malas voluntades implicadas, la explotación es una situación objetiva, que conlleva un interés objetivo. Es, típicamente, casi por antonomasia, una situación de enajenación. Sólo se podrá salir de ella terminando con la relación que la constituye, es decir, con la circulación diferencial del valor.
Pero, también, es en virtud de ese interés objetivo que cada una de las posiciones subjetivas implicadas se construirá como verdad en conflicto. Es decir, la explotación es una relación antagónica por el interés objetivo que contiene, el que deriva a su vez de un beneficio objetivo. En la medida en que es una relación de asimetría antagónica no debe ser extraño decir que es una relación dicotómica.
Es necesario distinguir entre explotación y opresión. Para que haya explotación es necesario un proceso de valorización y desvalorización correlativa, de tal forma que la segunda se deba, causalmente, a la primera. Esto significa que una de las partes extrae valor de la otra y la apropia. En la opresión, en cambio, hay un impedimento de la valorización del otro, independientemente de si hay o no extracción de valor.
Se puede llamar explotación absoluta a la que implica ese impedimento de valorización (explotación con opresión). Es perfectamente posible, sin embargo, la explotación sin opresión, es decir, una situación en que ambos términos se valorizan, pero no en la misma medida, de tal manera que en ese intercambio desigual la ganancia del explotador es sólo el diferencial entre uno y otro. Eso es lo que se puede llamar explotación relativa.
La importancia política de este segundo caso resulta de su relación con la producción altamente tecnológica. Es la forma de explotación más común en los sectores industriales de alta productividad que son, justamente, los más cercanos al control de la división social del trabajo. Es decir, entre los eventuales sujetos revolucionarios. Es obvio, sin embargo, que las conductas políticas esperables de los oprimidos son muy distintas de las que se pueden esperar de los que no lo son, aunque estos últimos sean, objetivamente, explotados.
De manera correspondiente, tal como puede haber explotación sin opresión, puede haber opresión sin que haya, directamente, explotación. Los desempleados, los hijos de los obreros, los ancianos que reciben beneficios sociales miserables, los pobres absolutos de todo tipo, son evidentemente víctimas de la injusticia, de la desvalorización, son oprimidos, sin ser, en cambio, explotados.
Como se trata aquí de hacer distinciones conceptuales, es importante pensar la posibilidad de situaciones de opresión (impedimento de valorización) que sean completamente ajenas a la explotación. Son necesarias, al respecto, al menos dos tesis marxistas. Una es que no todas las formas de explotación implican valor de cambio en sentido capitalista. Otra es que, como relación social, toda forma de opresión refiere directa o indirectamente a la explotación.
La primera tesis es necesaria, como he establecido antes, para darle carácter de situaciones de explotación a las que se relacionan con la discriminación étnica, o de género. La segunda es necesaria para evitar la idea de que habría en los seres humanos algún tipo de tendencia intrínseca a oprimir a sus semejantes, haya o no un interés económico de por medio. La tesis marxista en ese caso es que la única razón por la cual puede interesar oprimir a alguien es la apropiación directa de valor, o el aseguramiento indirecto del mismo propósito.
Planteado el asunto con este grado de generalidad se hace necesario especificar el caso de la opresión puramente intersubjetiva. Un ejemplo posible es el de las relaciones sádico masoquistas. Aunque toda relación social de opresión se hace real, en último término, como relación intersubjetiva de dominación y diferencia desvalorizadora, no es riguroso, al revés, llamar opresión a lo que estas relaciones tienen de particular o propiamente intersubjetivo. Una condición que permanecía implícita debe ser explicitada ahora, porque no es por sí misma obvia: tiene sentido hablar de explotación u opresión para referirse a relaciones sociales cosificadas, relaciones que definen y constituyen bandos de intereses contrapuestos. Estos términos pierden, en cambio, su sentido propio, cuando se usan en contextos interpersonales o meramente particulares.
Es este punto el que exige distinguir entre explotación y dominación. Mientras el primero refiere al intercambio desigual de valor, a un asunto económico, el segundo refiere a una relación desigual de poder, es decir, a lo específicamente político. En la medida en que la explotación es una relación desigual que establece intereses antagónicos, es lógico pensar que no puede haber explotación sin dominación. La medida y el modo de este ejercicio del poder, sin embargo, puede ser muy distinta en la explotación absoluta que en la relativa.
El punto inverso, en cambio, es más interesante: la posibilidad de dominación sin explotación, es decir, sin un interés económico específico. Sería el caso, por ejemplo, de la “voluntad de poder” sostenida por Federico Nietzsche. Ante situaciones de ese tipo la tesis marxista sería, nuevamente, que no hay dominación sin explotación, esto es, que no hay en los seres humanos una tendencia propia y específica hacia la obtención y el ejercicio del poder mismo. El único interés de fondo para ejercer un diferencial del poder es el de alcanzar o mantener una situación de explotación.
La tesis antropológica que está en juego aquí es que la explotación es, originariamente, una estrategia de sobrevivencia frente a la escasez, una estrategia progresivamente cosificada a lo largo de la historia. Desde un punto de vista económico eso significa que una condición mínima para terminar con ella es la abundancia. Desde un punto de vista político, en cambio, su cosificación significa que sólo un esfuerzo específicamente político puede llevarnos de esa condición mínima hasta el fin de la lucha de clases.
Que no haya en los seres humanos una tendencia interna a dominar (ejercer el poder) u oprimir (desvalorizar) por fuera e independientemente de motivaciones económicas (apropiar valor) no es, ni puede ser, una tesis empírica. Es una cuestión de principios, obligada por la conclusión a la que se quiere llegar. Si estas tendencias existieran (como naturaleza humana, o condición humana, o bases biológicas de la conducta) el comunismo sería simplemente imposible. Si se quiere llegar a esa conclusión se las debe excluir de las premisas.
Sobre la verdad empírica de esas premisas sólo puede pronunciarse la práctica histórica efectiva. Son premisas cuya verdad debe ser realizada. En el plano de la teoría lo único que se puede hacer es postular su posibilidad. No hay, ni puede haber, garantías teóricas para esa posibilidad. Toda política revolucionaria es un riesgo. Y no es bueno operar como si no lo fuera. Operar desde una falsa certeza, desde una certeza imposible que no hace sino subjetivizar al enemigo: si existe una verdad probada, si es posible conocerla, entonces sólo una extrema mala voluntad podría mantenerlo como enemigo.
Como he sostenido en la sección anterior, la explotación debe ser entendida como una situación de enajenación objetiva, que trasciende las voluntades particulares de los que participan en ella. No es, de hecho y conceptualmente, una situación de intercambio subjetivo de buena o mala voluntad.
Todas estas consideraciones nos permiten volver a la tesis de que toda forma de opresión refiere, directa o indirectamente, a situaciones de explotación. En la medida en que tradicionalmente se ha reducido la idea de explotación al intercambio de valor de cambio capitalista, se ha sostenido también que la explotación es sólo una entre muchas formas de opresión posibles. La ampliación de la noción de valor, por un lado, y la exclusión de la idea de una tendencia propia a la opresión, por otro, permiten extender la idea de explotación a intercambios de valor no capitalistas, permiten la idea de que las principales formas de opresión (aquellas que no derivan de una simple omisión) son en realidad el resultado de formas activas de apropiación diferencial de valor. La opresión de género, étnica, cultural, serían así, de manera efectiva, casos de explotación, en que los bienes apropiados son valor real, subjetividad humana, que no es medible en términos del tiempo socialmente necesario para su producción. La explotación es así el único y central problema que establece a la lucha de clases. Un problema que se da en varias formas.
Con esto la acusación clásica de economicismo puede ser sorteada de manera lógica, sin abandonar, en cambio, la tesis política que perseguía, que le daba sentido.
En términos puramente lógicos la acusación clásica de “economicismo” equivalía a la de un reduccionismo causal doble. Por un lado se procuraba entender problemas muy diversos, como el género, el trabajo asalariado, o las diferencias culturales, como si tuvieran una sola causa común. Por otro lado se entendía esa causa “económica” de una sola forma: intercambio desigual de valor de cambio capitalista.
Es importante tener presente que, a pesar de que desde siempre estas reducciones parecían implausibles, tenían, sin embargo, un sentido político: hay un solo gran problema, la explotación; hay una sola gran solución, la revolución. Es innegable, de manera inversa, que buena parte de la oposición al economicismo derivaba no sólo de su propia falta de plausibilidad, sino más bien de esa consecuencia política. Es notorio que la principal consecuencia de postular la “diversidad de lo social” es que conduce a políticas reformistas. Hay ahora muchos problemas, debe haber muchas soluciones y muchas maneras de buscarlas. La pérdida de unidad del principio explicativo conduce a una pérdida de la unidad de la política, necesaria para el principio revolucionario.
Las distinciones y consideraciones que he hecho, sin embargo, permiten mantener la unidad explicativa sin recurrir al reduccionismo causal y, con esto, mantener la unidad y centralidad del principio revolucionario.
El asunto es que no es necesario sostener que los intercambios mercantiles de valor de cambio son la causa de la discriminación, por ejemplo, de género. En esa discriminación ya hay, de suyo, una situación de explotación. La mujer produce de hecho valor, este valor es apropiado por el patriarca como insumo de su propia valorización en el espacio social del género. El interés objetivo de esta valorización lleva al interés de impedir la valorización autónoma de la mujer (opresión), y la situación, cosificada como pautas culturales, fetichizada en las ideologías de lo femenino y lo masculino, sólo se puede mantener a través del ejercicio de una diferencia de poder (dominación). El problema sigue siendo uno: la deshumanización de unos seres humanos por otros, por debajo de sus muchas formas (valores de cambio, étnicos o de género). La solución sigue siendo una: terminar con la lucha de clases, más allá de cuáles sean las instituciones que la expresan. Y son esas instituciones que protegen de maneras diversas los muchos aspectos de la deshumanización, las que requieren del principio revolucionario: sólo la violencia revolucionaria puede terminar con la violencia cosificada que se nos presenta como paz.
6. Abordando el problema nuevamente de una forma más conceptual que política, es necesario agregar una última especificación sobre la generalización de la noción de valor, y su relación con las ideas de intercambio inconmensurable y de ficciones de equivalencia.
Esta generalización de la idea de valor debe entenderse también como una forma de su plena historización. Como la postulación de contextos históricamente determinados de la valorización humana. Cada uno asociado a formas diversas de apropiación del valor.
Si comentamos el caso de las diferencias de género como guía esta historización significa reconocer que la familia no es propiamente un mecanismo de reproducción que podría considerarse “natural”. Es en realidad un mecanismo de ordenamiento social, fue, en alguna época histórica ahora remota, pero que duró fácilmente unos cien mil años, un mecanismo que hacía posible la sobrevivencia.
Esa enorme extensión de tiempo arraigó quizás en nuestra constitución una profunda disposición al intercambio de “bienes” reproductivos como si fuese intercambios afectivos. Comparado con esa extensión, su cosificación bajo la forma institucional de matrimonio, es realmente reciente. Esa institución introduce una ficción de equivalencia, que prometía mantener la funcionalidad que tenía la familia en la tarea de la sobrevivencia del todo social. Aún así, sin embargo, el matrimonio, en sus múltiples formas históricas, estuvo ampliamente caracterizado por la dominación patriarcal hasta hace menos de doscientos años. Lo que se consideró equivalencia no consideró en absoluto la retribución a la condición femenina de lo que se creía obtener de ella en términos de invocación de la fertilidad general de la naturaleza.
¿En qué sentido se podría decir entonces que había una ficción de equivalencia? Y, si la había, ¿en qué sentido se podría decir que esa ficción no se respetaba en sus propios términos? Ambos asuntos son cruciales desde un punto de vista puramente conceptual.
A pesar de su apariencia, inofensivamente matemática, la expresión ficción de equivalencia, como toda función social, contiene un horizonte de realización. Tratándose de un intercambio dinámico y permanente de subjetividad, como lo es en las relaciones de género o etnia, los “contratantes”[7] no pretenden haber realizado la equivalencia por el mero hecho de establecerla. Lo que esperan es que la relación se perfeccione[8] progresivamente hasta alcanzar una cierta plenitud. La “felicidad” conyugal, en el matrimonio, o la “superioridad”, en la relación étnica, son más bien actividades que eventos aislados y particulares. Al considerar de manera amplia esta noción podemos hacer visible, por contraste, otro de los aspectos del fetichismo capitalista de la mercancía: oculta en la apariencia dada e inmóvil del objeto la dinamicidad de la relación social de la que es portador.
Pero este “perfeccionamiento” contiene un horizonte. Cuando el discurso de ese horizonte no hace sino encubrir el hecho real de la opresión, cuando se convierte en consagración de la situación de opresión dada, entonces puede ser confrontado con ella. Se puede confrontar lo que el discurso anuncia, promete, con la opresión real que expresa. El “cuidado” del patriarca sobre la esposa, o del “padre blanco” sobre el negro, se convierte en el reverso de su propia realidad de apropiación deshumanizadora y antagonismo. En ese caso es discurso de la explotación y, de manera correlativa, el juicio “explotación” se puede hacer desde el propio horizonte que ese discurso promete.
Así, la ficción es, si se quiere, doblemente ficticia. Lo es, en primer lugar, porque hace equivalente lo que de suyo no lo es. Pero aún así ambas partes podrían asumirla como tal, y resultar valorizadas en ello. Pero es ficticia también, en segundo lugar, porque ni siquiera lo que se ha asumido como equivalente lo es, en sus propios términos.[9]
La crítica a estas dos ficciones es, conceptualmente, distinta. En la primera se afirma una cuestión teórica y de fundamento: la inconmensurabilidad de todo intercambio de valor. En la segunda se hace una consideración empírica, relativa a un asunto de hecho: la aceptación mutua de un intercambio como equivalente, y su eventual falsedad.
Para un horizonte comunista, no es esta segunda la relevante, sólo lo es la primera: no se trata de que los que han prometido equivalencia realmente la cumplan. Se trata de que no haya, en absoluto, la cosificación de estas ficciones. Porque lo son. Sólo esta exigencia pone en primer plano la historicidad radical de la equivalencia. Si se limitaran las demandas sólo al cumplimiento de lo prometido, la base misma de la promesa podría ser naturalizada. Dicho de una manera directamente política: no pueden cumplir porque lo que han prometido es falso. Esas promesas sólo llegaron a existir como racionalizaciones de la opresión, y esta como recurso de la explotación.
7. La explotación, como relación que es antagónica en virtud del interés objetivo que contiene, define las clases sociales.
Para este argumento marxista la noción “clase” refiere a una muy particular forma de agrupación humana. En el capítulo siguiente enumeraré diferencias epistemológicas entre el análisis de clase y el análisis de estratificación social, que permite definir grupos sociales como colecciones empíricas. Acá, de manera preliminar, me importan cuestiones de fundamento.
La explotación constituye a las clases, las produce. Los seres humanos, eventualmente preexistentes, son configurados en ella de manera total y radical, en una situación objetiva, que excede sus voluntades particulares, que constituye en ellos una voluntad, una perspectiva, una existencia total, “de clase”.
Por supuesto esta constitución los excede como particulares, en tanto tales, no necesariamente como individuos. Para la mentalidad burguesa, tan cuidadosa siempre de los fueros del “yoito” individual, esta es una diferencia que siempre pasa desapercibida: confunden sin más “particular” e “individual” (o “singular”). Y, por supuesto, no puede sino reclamar bajo los términos de las dicotomías que caracterizan su pobreza: o se es individuo, o se es masa. Si algo excede a los particulares, entonces los individuos han sido ahogados en el torrente del determinismo sin alternativa.
Afortunadamente no estamos obligados a razonar sobre la base de semejantes pobrezas. Ser un particular, incluso un particular real, autónomo, no es sino ser una función en el universal diferenciado que lo produce. Hay en ello una tensión permanente, una lucha que no puede alcanzar la quietud. Por un lado abandonarse a lo constituyente, por otro luchar por la realidad de la autonomía.
Dicho de manera directa: nada impide que un individuo se sobreponga a su determinación de clase y se excluya del lugar objetivo que lo define como un particular, ya sea saltando de una clase a la antagónica, o adoptando, respecto de ese proceso particular, un lugar más o menos neutral. Esto es tan obvio como poco relevante, salvo, por supuesto, para cada “yoito”. Es obvio, en términos lógicos, porque determinación no es lo mismo que determinismo, y porque hemos afirmado en el fundamento que los particulares son ontológicamente libres. Es irrelevante, en términos argumentales, en cambio, porque estamos desarrollando una argumentación justamente en torno a esas funciones sociales, no en torno al destino individual de quienes las detentan.
Como está dicho, pertenecer a una clase es estar en una función social. No es una propiedad o un estado, es una actividad. Sólo se es clase mientras se permanece en esa actividad. Esto significa una pertenencia dinámica, en torno a la dicotomía que establece el antagonismo que la define. No hay nada de extraño en esta dicotomía. La relación de clase es dual simplemente porque es antagónica, porque está producida por un interés objetivo en mantener la diferencia en el intercambio de valor. No hay, no puede haber, un lugar intermedio entre explotados y explotadores. Es un asunto de lógica. Como explicaré más adelante, la idea de que hay “clases medias” proviene de confundir la estratificación social (que puede tener muchos estratos) con la diferencia de clase (en que sólo hay dos).
Es necesario agregar, sin embargo, que las clases son dos respecto de cada antagonismo. Pero puede haber, y hay, más de uno. No es lo mismo ser burgués, hombre y blanco que ser burguesa, mujer y negra. Sobre un mismo individuo hay de hecho, siempre, varios antagonismos, cada uno de los cuales totaliza su ser particular en una dimensión distinta.
Pero, si la relación de clase es dicotómica, ¿puede haber alguien que no esté en ninguno de los lados de la dicotomía?: ¡por supuesto! Nada obliga a que todos los seres humanos participen directamente de una relación de explotación. El asunto es no olvidar la diferencia entre explotación y opresión. “Pertenecen” a una clase todos los que son explotados de un modo determinado, y también lo son los que son oprimidos como consecuencia de esa forma de explotación. Pero no todos los oprimidos son explotados. Por supuesto, en términos estrictos, la pertenencia de los explotados es directa y de primer orden, en cambio la de los que son oprimidos es derivada, de segundo orden.
De la misma manera, cuando se dice que la discriminación de género conlleva una forma de explotación que define clases antagónicas, no se está diciendo que “los hombres” son una clase y “las mujeres” otra. Como funciones sociales, es el patriarcado el que constituye una clase (los que son padres al interior de la práctica desigual del género), y “lo femenino”, a falta de un nombre mejor, lo que es la clase explotada. No todos los hombres son padres, no todas las mujeres son esposas. No es difícil notar, sin embargo, que la explotación de las esposas es el centro, la cusa fundante, de la opresión de las mujeres en general.
8. El análisis teórico tendrá que especificar en qué consiste la ficción de equivalencia respecto de la que decimos que hay explotación, cómo opera, en qué instituciones encarna, cómo es el discurso de su legitimación. El modelo de la explotación capitalista parece bastante claro. La ficción en juego es que la ponderación de los tiempos socialmente necesarios para producir las mercancías permitiría intercambiarlas como equivalentes, independientemente de sus cualidades sensibles, o de su uso. La operación se hace efectiva con la reducción de estos tiempos al equivalente universal dinero. Esto se encarna en la institución del trabajo asalariado. Pero lo que ocurre de hecho es que el salario no paga todo el valor creado por el trabajador. Paga sólo el costo de producción y reproducción de su fuerza de trabajo. El resultado es que el intercambio es desigual. El trabajador produce más valor del que esta contenido (acumulado) en el dinero que se le paga. La abstracción del dinero, la apariencia jurídica que es el contrato, la reducción de las cualidades sensibles, de la humanidad contenida en el objeto a mero intercambio mercantil, contribuyen a ocultar esta apropiación (fetichismo de la mercancía). La propiedad privada de los medios de producción, y el discurso jurídico, ético y social construido a su alrededor, la legitiman. El resultado global es que el intercambio que el contrato de trabajo asalariado establece como “justo” o “conforme a derecho”, es decir, que promete como equivalente es, de hecho, la forma de una relación de explotación.
No creo que sea difícil, siguiendo en general este modelo, mostrar que la forma y la operación de la explotación étnica o de género. Aquí lo relevante son los aspectos del modelo mismo. El intercambio, inconmensurable en general, se hace ficticiamente equivalente a través de algún rasgo que se presenta como patrón de medida. No es necesario que esta medida sea numérica o numerable, basta con que establezca el rango de lo “mayor” y lo “menor” desde el cual se pueden hacer un juicio sobre lo “igual” o lo “desigual”. Quizás sólo el intercambio capitalista sea susceptible de evaluación numérica. En toda la historia anterior los seres humanos aceptaron la vaguedad de la equivalencia, sin inquietarse por su incertidumbre. Es imaginable, por cierto, que esta vaguedad contribuyera al ocultamiento de la desigualdad neta del intercambio.[10]
La operación efectiva de una ficción de equivalencia es un hecho histórico, global, situado social y culturalmente. Es por eso inseparable de las instituciones en que se expresa y del discurso de legitimación que lo vehiculiza. En rigor, para caracterizar una forma de explotación y, desde allí, un modo de producción, son necesarios a la vez todos los aspectos. Esto es importante porque un mismo mecanismo de equivalencia puede servir para dos o más formas de explotación que difieren en las instituciones y las legitimaciones en que se encarnan. O, también, en una misma institución y bajo un mismo discurso (como el matrimonio) pueden cruzarse dos o más formas de intercambio, cada uno desigual, bajo un patrón de dominación (poder) y opresión (desvalorización) común.
Este aspecto me interesa, en particular, porque sostendré luego que la burocracia es una clase social (no sólo un grupo) que apropia plusvalía (medida en términos de valor de cambio capitalista) sobre la base de un sistema de legitimación distinto de la legitimidad capitalista (el saber como ideología). Lo que hace que estemos hoy frente a una relación antagónica pero triple: un bloque de clases dominantes burgués – burocrático, frente a la clase de los productores directos, cuyo salario depende sólo del costo de producción y reproducción de su fuerza de trabajo. Esta triangulación de relaciones antagónicas, por cierto, complejiza la política. Pero el interés de los productores directos sigue siendo perfectamente claro: que termine la explotación en cualquiera de sus formas.
9. Nota sobre la idea de “trabajo inmaterial”.
La idea de que habría “trabajo inmaterial”, y de que este trabajo puede valorizar las mercancías, descansa en dos opciones teóricas que conducen a toda clase de errores y mistificaciones: confundir “valor” y “precio”, considerar como “trabajo intelectual” algo que en realidad es “trabajo burocrático”. En su fundamento hay una opción aún más trivial, y nociva: llamar “trabajo manual” al que requiere esfuerzo físico y considerar “trabajo intelectual” al que aparentemente no lo requiere.
El resultado de estas simplificaciones es que ciertos “trabajadores intelectuales” contribuirían más que el resto a la valorización de la mercancía y, en general, que los aspectos “intelectuales” de todo trabajo (el llamado “general intellect”) serían parte decisiva del proceso de valorización, cuestión que, por supuesto, se haría progresivamente más importante con el avance tecnológico.
No ha faltado los que han llegado a afirmar que hoy en día el intercambio capitalista gira casi exclusivamente en torno a bienes simbólicos, y que la producción se ha “desmaterializado”. Lo afirman mientras viajan en sus autos perfectamente materiales, lo escriben en sus computadores materiales, lo venden en sus libros materiales, mientras compran cosas perfectamente materiales, producidas por asalariados muy poco simbólicos que viven su sobre explotación en regiones muy lejanas (conceptualmente) de estos intelectuales, regiones llenas de vergonzosa y porfiada materialidad.
Se suele montar esta discusión sobre la diferencia entre trabajo manual y trabajo intelectual. En algún momento al mismísimo Marx se le ocurrió introducir esta diferencia en el contexto de una explicación muy sumaria sobre los efectos de la división social del trabajo.[11] Ni el texto de Marx, muy preliminar, en el marco de un apunte que nunca publicó, ni la distinción misma, bastante artificiosa, ofrecen mucho material para una discusión profunda. Por un lado, no hay trabajo humano alguno que carezca de concepto (que no incluya trabajo intelectual); por otro lado, hasta el trabajo más intelectual está asociado a materialidades, e incluso manualidades, que lo hacen tangible. Además de provenir de Marx, esta diferencia no parece tener mérito alguno.
Se podría alegar, para mantenerla, la diferencia entre bienes materiales y bienes simbólicos. La diferencia entre “idea” y “materia” que la anima, sin embargo, sigue siendo sospechosa. ¿Carece una sinfonía de Beethoven de materialidad? ¿Carece una simple silla de concepto?
Se podría alegar, aún, que el asunto real es la diferencia entre el valor que estos bienes poseen. El que integran como valor acumulado en los insumos que ocupan. Y el valor que se integra en el acto de producirlos. Tal como lo he caracterizado, habría que reconocer que en ambos tipos de bienes hay valor: hay trabajo humano objetivado. En principio, aunque haya quienes se ofendan, en la medida en que el valor (la humanidad objetivada) es inconmensurable, habría que reconocer que no es posible saber si una sinfonía vale más o menos que una silla. Por supuesto, la mayoría de nosotros, en condiciones normales, atribuiría más valor a la sinfonía. Es necesario tener claro, sin embargo, que esta valoración sólo tiene sentido bajo un determinado criterio de equivalencia. Quizás preferimos los productos “espirituales” a los meramente “materiales”. O al revés.
¿Es esto lo que los defensores de la idea de trabajo “inmaterial” quieren decirnos? Por supuesto que no. Ellos quieren hacer una estimación en términos de valor de cambio y, en sus razonamientos, no hay duda de que se trata de valor de cambio capitalista.
De acuerdo al concepto, lo que parecen decir es que la producción de bienes simbólicos requiere más tiempo socialmente necesario que la de los bienes físicos. ¿Por qué esto tendría que ser así? Se podría sospechar que fabricar una casa requiere más tiempo, actual y acumulado, que demostrar un teorema, o administrar una Facultad. O, en la misma casa, que producirla físicamente requiere más tiempo que diseñarla. Las comparaciones, como se ve, son arduas, y fundamentarlas persiguiendo la lógica que las preside puede ser bastante sutil.
Aún en el caso, dudoso, de que pudiéramos comparar el trabajo actual de los albañiles con el del arquitecto, la clave parece residir más bien en lo que se acumula en sus respectivas fuerzas de trabajo, no en lo actual como tal. Eso que se acumula es lo que puede ser llamado cualificación: al parecer requiere más tiempo social formar un arquitecto que formar un albañil. Ese excedente de tiempo acumulado como cualificación del trabajo podría entonces valorizar la mercancía: una casa diseñada por un arquitecto valdría más que la que ha sido construida sólo por albañiles.
Al parecer, entonces, se llama “inmaterial” al trabajo que contiene cualificación, que es portador de “saber”. Aunque en términos filosóficos no se entienda muy bien por qué se lo llama “inmaterial”, ahora parece claro por qué podría llamarse “intelectual”.
Pero entonces el problema retrocede. ¿”Saben” los albañiles hacer una casa? Seguramente los que se dedican a la industria de la construcción nos dirán que cuesta mucho más tiempo formar un buen albañil que un mal arquitecto. ¿Por qué se tiene la impresión de que formar un arquitecto tiene más valor (requiere más tiempo social) que formar un obrero de la construcción? La respuesta es muy simple: porque el arquitecto sí sabe construir una casa. Los médicos saben más que las enfermeras. Los economistas saben más que los contadores. Los ingenieros saben más que los técnicos. Por lo demás… todo el mundo lo sabe.
No se trata aquí de un asunto moral. Todo el mundo reconoce que el trabajo de un contador, de una enfermera, o un obrero de la construcción, es tan “valioso” como el del economista, el médico o el arquitecto. No es ese el punto. Aquí estamos usando la palabra “valor” en el sentido objetivo de “valor de cambio”, no en el sentido moral de reconocimiento intersubjetivo del trabajo o del esfuerzo. La idea es que, objetivamente, requiere más tiempo formar a alguien que sabe que a alguien que no sabe. Y ese es el tiempo que se expresa en la valorización de la mercancía.
Desgraciadamente, sin embargo, la medición de esos tiempos no es tan fácil como parece. Podría requerir muchos años formar una buena enfermera. Después de cinco o siete años podríamos obtener, en cambio, un muy mal médico. La experiencia casi universal de los técnicos que enmiendan los errores de los ingenieros, de las enfermeras que salvan a sus pacientes de los errores de los médicos, del barman que ofrece gratis el servicio del psicólogo, o del aficionado ingenioso que escribe mejores libros que los científicos sociales, nos hace sospechar de la objetividad de esas estimaciones en torno al tiempo socialmente necesario para la formación de un trabajador “intelectual”.
Cuando se examinan de cerca esos tiempos lo que se encuentra es que no se puede formular una regla general según la cual los que “saben” han ocupado más tiempo en su formación que los que “no saben”. Y, peor aún, se encuentra que esta misma diferencia en el saber es ampliamente sospechosa.
Sostengo que una crítica radical del saber científico simplemente echaría por tierra la alardeada diferencia entre experto y lego.[12] Se puede mostrar que en esa diferencia el “saber” opera más bien como una retórica de legitimación que como una ventaja real. Para conceptualizar ese ideologismo se puede pensar en términos de “saberes operativos inmediatos”, es decir, los saberes eminentemente prácticos que permiten resolver de hecho un problema, llevar delante de hecho, de manera operativa, una función productiva. Estos son, en realidad, los únicos que valorizan una mercancía. Y no en tanto “saberes” sino, justamente, por el tiempo social que ha sido necesario para formarlos.
Los saberes operativos se llaman así porque están contenidos más bien en actos que en ideas que puedan ser especificadas y puestas por escritos. Y se llaman inmediatos porque ocurren como operación independientemente de que quienes los detentan “sepan que saben”, o se identifiquen a sí mismos por la consciencia de saber. Por supuesto su explicitación ayuda a discutirlos y, eventualmente, a mejorarlos. Pero la observación de los modos del progreso tecnológico muestra, de manera contundente, que las discusiones que conducen a los avances efectivos son eminentemente prácticas, funcionan a través del uso sistemático del ensayo y error, más que a partir de desarrollos teóricos.
Respecto de ese progreso efectivo del operar del saber, el saber meramente “intelectual” es más bien una lógica de legitimación, que establece y defiende los intereses de un gremio, que saber efectivo.
Por supuesto aún este saber meramente teórico o intelectual debe ser formado, y esa formación implica un costo. El punto es si, en esencia, ese costo expresa valor de cambio (tiempo socialmente necesario para la producción) o meramente refleja la legitimidad que se le atribuye al considerarlo saber efectivo. Lo que sostengo es que el tiempo social que se requiere para formar un buen enfermero no es ni mayor no menor que el que se requiere para formar un buen médico, y que esto se traduce en que el valor del saber operativo que se puede obtener en ambos casos es, prácticamente, el mismo. Esto significa que el médico o el ingeniero no aportan más valor, en tanto tales, que el trabajador calificado, y que la impresión de que ocurriría así es un ideologismo que encubre una operación de legitimación a través del saber, o de la impresión de saber.
Esto mismo se puede expresar de otra manera: el “saber” aportado por el presunto “trabajo intelectual” contribuye en realidad a aumentar el precio de las mercancías, no el valor. El precio, como variable local y temporal, puede fluctuar por muchas razones. La principal, desde luego, son las oscilaciones de la oferta y la demanda. Pero también pueden fluctuar por razones meramente especulativas. Como, por ejemplo, las contenidas en los ideologismos de lo suntuario. Lo que sostengo es que hoy en día la apelación al “general intellect” contenido en el “trabajo intelectual” como manera de amentar el precio de una mercancía es un mecanismo especulativo, fundado en una serie de ideologismos sobre la presunta efectividad de los “saberes intelectuales”.
Que el precio pueda variar, local y temporalmente, en virtud de estos ideologismos o, incluso, por las variaciones de la oferta y la demanda, no es contradictorio con la tesis de Marx de que la única fuente de valorización de una mercancía es el trabajo humano. Precio y valor son categorías distintas, conceptual y epistemológicamente. Para que la tesis de Marx se mantenga, o para hacerlas compatibles, basta con sostener que las oscilaciones temporales y locales de los precios tienden, histórica y globalmente, al valor.
Esto significa que aunque un capitalista u otro pueda hacerse rico aprovechando las variaciones de los precios, la burguesía como conjunto sólo puede aumentar su riqueza, histórica y globalmente, apropiando valor creado por los productores directos.
Pero esto significa también que la “riqueza” aparentemente creada por el “trabajo intelectual” sólo lo es en términos de precios y, en el movimiento global es anulada por depreciaciones correlativas en otros momentos y lugares del sistema económico global. Cada vez que se pincha una de las sucesivas burbujas econométricas que se llaman “financieras” no sólo se están depreciando los bienes monetarios que figuran en ellas sino, en general, todo el “valor” especulativo que las aleja del valor real, contenido en los bienes materiales que son objeto de producción directa, incluyendo en ellos la inflación artificiosa agregada por el famoso “general intellect”.
Más allá del destino variable de cada uno de estos “trabajadores intelectuales” por separado, sin embargo, considerados como conjunto, no es difícil mostrar que hay en ellos enriquecimiento objetivo y real. Si lo que aportan es meramente precio y lo que acumulan a cambio es valor la situación sólo puede tener un nombre: explotación. El intercambio del que participan es desigual en los propios términos del valor de cambio capitalista. La situación es esta: apropian valor de manera ventajosa sobre la base de un sistema de ideologismos centrados en la pretensión de saber.
Este resultado puede expresarse también así: a pesar de ser formalmente asalariados, los salarios de los “trabajadores intelectuales” son muy superiores al costo real de su fuerza de trabajo. O, también, la expresión “trabajador intelectual” sólo embellece, ideológicamente, la realidad del estatus social que realmente los caracteriza: el de burócratas.
La idea de que el “saber incorporado” valoriza la mercancía, la idea de que la experticia, o la responsabilidad, aportan valor efectivo, la noción de “trabajo inmaterial”, o la de hegemonía de la producción simbólica, no son sino elementos del sistema de legitimación del usufructo burocrático del valor creado, en realidad, sólo por los productores directos.
La apelación al discurso del saber como mecanismo de legitimación, sin embargo, sólo da cuenta del cómo del enriquecimiento, no del por qué. Si, en buenas cuentas, en la esfera de la producción efectiva, lo único que cuenta son los saberes operativos inmediatos ¿por qué sólo algunos de ellos llegan a tener acceso a este mecanismo?
No todos los saberes operativos son del mismo tipo y alcance. Pero no en cuanto a su contenido de saber, o al ámbito productivo sobre el que operan, cuestiones en torno a las cuales son todos más o menos equivalentes. La diferencia crucial está más bien en la forma y el objeto del poder que implican.
Hay saberes operativos que se traducen en poder sobre objetos, hay otros que consisten en poderes sobre el ejercicio del saber operativo como tal. Es la diferencia entre la producción directa y la coordinación de la producción, o entre el trabajo y la coordinación de la división del trabajo. El poder y usufructo burocrático proviene de la cosificación de las funciones de coordinación de la división social del trabajo, legitimada en las ideologías del saber y la responsabilidad. Como he sostenido en otro texto[13], la única manera de evitar la posibilidad de esta cosificación es superar la división social del trabajo, es decir, construir un mundo en que nuestras vidas no dependan de ella, en que el tiempo de trabajo libre sea, cualitativa y cuantitativamente, muy superior al tiempo de trabajo socialmente obligatorio. Ese mundo es el comunismo.


[1] Hay que considerar que vivió toda su vida acompañado y cuidado por su mamá, su hermana y su tía.
[2] En realidad es dudoso que Freud, un filósofo imbuido de los ideales pedagógicos de la Ilustración, haya estado de acuerdo con esta atribución. De la idea freudiana, bastante sutil, de que el deseo no tiene objetos determinados, es decir, que puede circular de un objeto a otro de manera fluida, no se sigue que no haya objeto en absoluto, o que el deseo no sea colmable.
[3] G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, pág. 112.
[4] Ver, por ejemplo, Bolívar Echeverría, El Discurso Crítico de Marx, Era, México, 1986. En particular su defensa de la idea de valor de uso en el capítulo: Comentario sobre el “punto de partida” de El Capital. Mi opinión, en general, es que en el rescate que hace, el valor de uso reproduce, de manera sofisticada, la diferencia entre cultura y naturaleza. Una diferencia en la que resulta que la cultura es lo relevante y la “naturaleza”, que él mismo pone entre comillas, no es sino un indeterminado de tipo kantiano.
[5] Quizás sea importante observar que, en rigor, debería hablarse aquí de “mercancía capitalista”. Desde que hay mercado que hay mercancías, pero sólo en el mercado capitalista hay mercancías capitalistas. Esta aparente obviedad dista mucho de serlo. Lo que está en juego aquí es la reducción de toda forma histórica a la lógica de la modernidad. Una operación análoga a la que hacemos habitualmente cuando hablamos de “ciencia” maya, o de “arte” egipcio, como si todo saber auténtico pudiera llamarse sin más “ciencia”, o como si todas las sociedades humanas hubieran distinguido ciertas obras suyas como lo que nosotros entendemos como “arte”.
[6] G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu (1807), traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966. Ver la sección “El mal, y su perdón”, pág. 384.
[7] Las comillas en “contratantes” se deben a que en contextos premodernos obviamente esta palabra es anacrónica. Lo que connota, en esencia, sin embargo, la formalización de un intercambio, es plenamente pertinente.
[8] “Perfeccione”, por cierto, en el sentido de que se realice, se complete. No en el sentido de que sea cada vez mejor.
[9] Un notable análisis del contrato matrimonial como una ficción que no respeta sus propios parámetros de equivalencia se puede encontrar en Carol Pateman, El Contrato Sexual (1988), En castellano en Ántropos, Barcelona, 1995. Allí Pateman muestra que el matrimonio burgués tiene jurídicamente la forma de un contrato de compra venta, pero que, a la vez, no cumple con los requisitos que el propio Derecho burgués exige para que un contrato sea válido.
[10] Un punto relevante, al respecto, es que el argumento de Marx no requiere, en realidad, de su traducción a términos numéricos. Es un razonamiento de tipo cuantitativo, pero en él sólo basta con establecer un “mayor que” para mostrar que hay apropiación. No es el monto de la apropiación lo relevante, sino el modo y la desigualdad que conlleva. Es por esto que el intento cienticista de encontrar la equivalencia entre valores de cambio y precios no es una buena estrategia. Es dudoso que pueda llevarse a cabo con éxito pero, lo más importante, es que no es necesaria. El argumento de Marx es perfectamente sostenible sin ella. Más adelante argumentaré, además, que hay en estos intentos una confusión de tipo epistemológico.
[11] Carlos Marx: La Ideología Alemana (1846), Pueblos Unidos – Grijalbo, Barcelona, 1970. Pág. 32-34
[12] Elementos para mostrar esto son los que he desarrollado en Carlos Pérez Soto: Sobre un concepto histórico de ciencia, Arcis – Lom, 2º edición, Santiago, 2008.
[13] Carlos Pérez Soto: Para una crítica del poder burocrático, Arcis – Lom, Santiago, 2001.

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