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De la explotación al sujeto revolucionario

Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física

a. Explotación y clases sociales

La explotación es una relación social, que no es primariamente inter subjetiva, y que implica extracción de valor y desvalorización del otro. Es una relación antagónica en la medida en que en la transferencia neta de valor de un agente económico causa y requiere de la desvalorización del otro. La valorización de uno es causa de la desvalorización del otro. Es un mecanismo genérico (que afecta al género) constituyente de sus actores. Estos actores no son entes particulares sino clases sociales. La explotación es una relación social global. Incluso en el caso en que la forma de la explotación requiere de una valorización relativa de los trabajadores, como ocurre en la producción altamente tecnológica, el hecho que sea una relación global es lo que la hace mantener su condición de antagónica. No es suficiente con la valorización relativa y particular. La única forma de ir más allá de la explotación es superar las condiciones de empeoramiento global de las condiciones bajo las que se reproduce la humanidad. Y esto sólo puede ocurrir en un marco en que se ha obtenido la genuina libertad que consiste en que ha dejado de haber transferencias desiguales de valor, en que ha dejado de haber cosificación del trabajo humano.

Todo esto significa, en resumen, que estamos considerando la explotación como una relación histórica, como algo que le ocurre a la historia misma, a la auto producción de la humanidad como conjunto. Y es por eso que el fin de la explotación no es sino el principio de la reconciliación humana en general, mediada siempre por la opacidad esencial en que la configura la libertad, es decir, mediada siempre por el extrañamiento posible. Como está dicho más arriba, el fin de la explotación coincide con la construcción de un mundo en que es posible ser feliz, y en que la infelicidad, que puede aparecer una y otra vez, puede ser resuelta. Un mundo en que la felicidad diferenciada de la humanidad en general se vive en el ir y venir de la felicidad e infelicidad posible de los particulares que han llegado a reconocerse en ella.

Cuando se considera la explotación de una manera sociológica, es decir, cuando se habla de la apropiación de valor por una clase a expensas de otra, es relevante establecer el mecanismo general que permite esa apropiación y el entramado de dominación social que lo vehiculiza. En el caso del mecanismo de apropiación es necesario explicitar el problema al menos en dos niveles, el del mecanismo raíz a través del cual se ejerce en cualquier sociedad de clases, y el mecanismo específico a través del cual opera en cada período histórico. En todo caso, el problema del mecanismo de apropiación diferencial del producto social debe ser siempre distinguido de los mecanismos ideológicos, jurídicos, políticos, a través de los cuales esa apropiación se legitima ante el conjunto social y ante sí misma. Apropiación y legitimación de la apropiación son dos problemas claramente distintos, y es necesario mantener y explicitar esa diferencia.

Para Marx, en La Ideología Alemana, la apropiación diferencial del producto social tiene su origen en la división social del trabajo. Esto puede precisarse sosteniendo que el mecanismo básico que permite que una clase social apropie el producto de otra es el control sobre la división del trabajo, y se puede especificar más aún indicando qué aspectos en particular son los que son controlados, y cómo se opera desde ellos.

Sostengo que, a su vez, la clave del control de la división social del trabajo está en la posesión y dominio de las técnicas que permiten coordinarla y regularla. No de las técnicas en general, sino de aquellas, las más avanzadas, o las más universales, desde las que el conjunto puede ser regulado, haciendo posible la fluidez y viabilidad del trabajo social.

Por cierto lo que se entiende por "técnica" es algo que debe ser historizado. El enorme poder e influencia de las técnicas modernas, que se caracterizan por la ideología de lo empírico y lo objetivo, oscurece fuertemente en la consciencia común el hecho de que las sociedades tradicionales, bajo otros complejos ideológicos también operaron de manera tecnológica. La invocación, la revelación, la comunión mística, en los sistemas ideológicos de la magia, el mito o la fe, deben ser consideradas, epistemológicamente, como técnicas en el sentido genuino del concepto. Si esto es así, la idea de que el poder sobre la división social del trabajo deriva del control de las técnicas socialmente admitidas, se puede extender al conjunto de la historia humana, más allá de que en la sociedad moderna este hecho sea explícito y visible.

Es el control de la división social del trabajo, y la apropiación diferencial del producto social que permite, lo que constituye y define conceptualmente a las clases sociales. Si bien, desde un punto de vista empírico, los distintos grupos sociales pueden ser clasificados y estratificados de acuerdo a múltiples criterios, como la manera en que obtienen sus rentas, el nivel socio económico, las diferencias educacionales, etcétera, lo que distingue a los grupos sociales, en general, de las clases sociales, en particular, es el lugar que ocupan en esta relación constituyente. Esto implica que el problema de la estratificación social es cualitativamente diverso, por mucho que esté relacionado, con el de las clases. Determinar grupos en escalas de estratificación construidas con cualquier criterio puede ser muy útil, dependiendo de cada criterio, para fines técnicos muy diversos. Pero determinar, en cambio, qué clases sociales están en juego en una sociedad dada, es decir, qué modos de apropiación, y qué relaciones se dan entre ellos, es un problema esencialmente político, que no deriva de las escalas de estratificación que puedan construirse.

El asunto conceptual es éste : desde un punto de vista marxista es la estructura de clases sociales la que determina las diversas manera en que se reparten las estratificaciones y diferencias sociales. Y, para determinarlas, es necesario examinar directamente los modos de apropiación, más que los factores empíricos que puedan caracterizar a los estratos o a las diferencias. O, para insistir más aún en este punto, lo que Marx hizo no fue preguntarse por los niveles de ingreso, educación, marginación, o propiedad de la burguesía, para correlacionarlos con los del proletariado. Al revés, postuló, a partir de un examen de los mecanismos de producción y reproducción del capital, que todas esas diferencias podían ser explicadas a partir de una causa común : la apropiación de plusvalía que se hace posible convirtiendo a la fuerza de trabajo en mercancía.

Una cuestión es el mecanismo general, el control de la división del trabajo a través del control de las técnicas que permiten su coordinación y regulación; otra cuestión, más específica, es el mecanismo particular a través del cual opera en cada sociedad de clases, mecanismo que constituye a cada sociedad de clases en cuestión en una sociedad específica.

Estos mecanismos particulares pueden ser caracterizados observando que conducen a una posesión diferencial de factores de producción que son claves para la lógica de conjunto de la reproducción social. En concreto, a la posesión diferencial de la fuerza de trabajo, de los medios de producción, o directamente de los medios de regulación y administración de la producción. En el primer caso estamos en la formación social feudal, en el segundo caso en la formación social capitalista, y en el tercer caso estamos en el dominio burocrático.

En el primer caso la afirmación central es que las relaciones de explotación que caracterizan y constituyen a la sociedad feudal se distinguen porque la clase explotadora es poseedora directa de la fuerza de trabajo, posición desde la cual puede determinar las formas generales de la división del trabajo, y usufructuar con ventaja de sus productos. La posesión de hecho de los medios de producción más dinámicos por parte de la burguesía crea un espacio social desde el cual fue posible romper la lógica feudal, y esa posesión derivó, a su vez, de la creación de formas tecnológicamente más eficaces de coordinar y reproducir el trabajo social. La posesión de hecho de técnicas que permiten coordinar y regular la división del trabajo directamente, sin pasar en forma obligada por la propiedad de los medios de producción, es lo que da a la burocracia la posibilidad de hegemonizar la sociedad y, desde allí, construir progresivamente una lógica general de la reproducción social, o de las relaciones de explotación, diferente, y más universal, que la sociedad capitalista.

Es esencial en este razonamiento hacer una distinción que en el ámbito jurídico es perfectamente clara, la que hay entre "posesión" y "propiedad". De lo que se trata es de la posesión de hecho, o del hecho directo de que un grupo social posee de manera diferencial una ventaja que le permite hegemonizar la sociedad. La cuestión de la propiedad, en términos lógicos, e incluso empíricos, es estrictamente posterior y derivada. La propiedad es una figura jurídica, está en el ámbito de las legitimaciones. Es el resultado, y no el origen, del poder de la burguesía. Nunca una relación jurídica puede ser el origen del poder efectivo, por mucho que este poder la requiera como forma efectiva de su vehiculización. Y, a la inversa, la eliminación de una relación jurídica nunca puede por sí misma remover la realidad social desde la que había aparecido, y para la cual fue creada. Por cierto puede dificultarse el ejercicio de un poder si se elimina la legitimidad que lo vehiculiza, pero la legitimidad y el poder son dos cuestiones materialmente distintas.

No es que la burguesía sea la clase dominante porque es propietaria de los medios de producción, es al revés, llegó a ser propietaria de los medios de producción porque era la clase dominante. La burguesía creó la figura jurídica, política y cultural de la propiedad privada porque era funcional y consistente con un poder que de hecho ya ejercía. La base de ese poder real no era sino el dominio de la división social del trabajo. El resultado, un resultado posible, es que ese dominio se ejerza a través de la propiedad privada de los medios de producción. Este razonamiento es esencial para una crítica posible del poder burocrático, porque entonces la pregunta que hay que dirigir sobre un sistema social para saber si se ha superado en él la división de clases que cosifica a la humanidad no es si se ha abolido la propiedad privada, sino de qué maneras se ejerce el control sobre la división del trabajo.

Y, para ir más allá aún, la pregunta que establece el horizonte comunista propiamente tal es la de si se ha logrado que la división del trabajo deje de ser el eje constituyente y articulador de lo social. Esto significa, ni más ni menos, que sólo se puede llamar comunista a una sociedad en que se ha logrado superar la división social del trabajo. Superar la división del trabajo es el concepto, claro y distinto, que Marx planteó en "La Ideología Alemana". Este es el concepto que está contenido en la idea de que el comunismo es una sociedad donde el tiempo de trabajo libre es sustancialmente mayor, y más determinante, que el del trabajo socialmente necesario, u obligatorio. "Superar" no significa eliminar. Quizás siempre va a haber un espacio del trabajo social en que impere la división del trabajo, el asunto es más bien si nuestras vidas son determinadas desde allí o no. El asunto es qué clase de control tenemos, como productores directos, sobre ese espacio de reproducción social, y que lugar ocupa en nuestras vidas.

Es a esta superación de la división social del trabajo, o a este control del espacio, acotado, del ámbito de la división del trabajo por los productores directos, a lo que se puede llamar fin de la lucha de clases. Como se ve, no se trata del fin de la infelicidad humana, o del logro de la absoluta transparencia de las relaciones sociales. Se trata del fin de unas condiciones sociales en que no sólo la infelicidad particular, sino que el conjunto de lo social, es experienciado como ajeno, como enemigo, como natural o divino, como un ámbito sobre el que no tenemos control efectivo. Se trata del fin de la enajenación. De la construcción de las condiciones sociales que hagan posible el ejercicio efectivo de la libertad.

Que la lucha de clases sea "el motor de la historia" significa, en estos términos, que los marxistas consideramos que la sociedad está constituida desde una relación social de antagonismo, no simplemente de conflicto. En la medida en que las relaciones sociales de explotación son constitutivas, y operan como núcleo de todas las demás relaciones sociales, y en la medida en que esta operación constituyente está presidida por modos de vida existencialmente enajenados, es decir, que trascienden la voluntad inmediata de sus actores, entonces el conflicto social central es antagónico. Y, en la medida en que se trata de un antagonismo global, hacia el que tienden todos los conflictos, y que actúa como configurador de toda relación social, entonces su solución no puede ser sino radical, y global. Es a ese proceso histórico, radical y global, al que llamamos revolución.

Pero se puede pasar, también revolucionariamente, desde una sociedad de clases a otra sociedad de clases. La palabra revolución designa en general a un proceso histórico que logra cambiar radicalmente los antagonismos que constituyen a una sociedad. El paso de la sociedad feudal a la sociedad capitalista es claramente un proceso revolucionario, y Marx ha dicho de la burguesía que quizás sea la clase más altamente revolucionaria de la historia. No se trata, entonces, simplemente de la revolución. Se trata de la revolución comunista. Y sólo se puede llamar de esta manera a un proceso histórico que logre terminar con la lucha de clases.

El fin de la lucha de clases es el fin de un mundo de relaciones humanas globalmente antagónico, constituido desde la enemistad y la lucha. No se trata de una mejora sustantiva de las condiciones de vida. No se trata de la experiencia local de realización que puede dar la valorización relativa del trabajo. Se trata de un mundo distinto. De una historia distinta. O, como lo dice Marx, se trata de ir más allá de la prehistoria humana, en que nos relacionamos unos con otros como si estuviéramos en la naturaleza, hacia el inicio de la auténtica historia humana, en que todo lo que afecta a las relaciones sociales es reconocido y controlado como un producto libre de la humanidad misma.

b. Sociedad capitalista y poder burocrático

La diferencia de clases no tiene porqué expresarse como una diferencia entre propietarios en general y no propietarios y, menos aún, como una diferencia entre los que poseen la propiedad privada de los medios de producción y los que no. Desde luego, la figura jurídica "propiedad" es relativamente tardía en la historia humana, lo que no puede decirse por cierto de las diferencias de clase, o de las relaciones de explotación. Pero, en seguida, la figura jurídica "propiedad privada", asociada a su correlato inseparable de "trabajo asalariado", es una forma particular, y de muchas maneras exclusiva, de la sociedad capitalista.

Aún bajo la hegemonía capitalista las relaciones de explotación no se reducen a la propiedad privada, aunque esta sea la forma central y configuradora del conjunto. De las empresas estatales en el marco de la economía capitalista no se puede decir que son "privadas", pero tampoco se puede decir que no haya en ellas extracción de plusvalía mediada por el trabajo asalariado. E incluso puede mostrarse que esta plusvalía favorece globalmente el interés de la clase capitalista, y se integra al flujo general de valor desde los trabajadores a la burguesía, aunque no sea por la vía directa de la empresa privada.

Justamente por esto es que no puede decirse que la eliminación de la propiedad privada elimine las diferencias de clase o, incluso, que elimine las relaciones sociales antagónicas. La vieja ficción de que en las sociedades que se llamaron socialistas se había pasado de un marco de relaciones sociales antagónicas a otro en que subsistían contradicciones pero no antagónicas no pasa de ser una ilusión ideológica. En el socialismo real no sólo había diferencias sociales, sino concretamente diferencia entre clases sociales que, como todas las diferencias de clase, eran antagónicas. Y, en consecuencia, esas diferencias no se podían resolver de manera evolutiva y consensual. No sólo se trataba de una transición del socialismo al comunismo. El paso al comunismo habría requerido también en esas sociedades de una transformación revolucionaria.

Pero para sostener esto se requiere especificar de qué contradicciones de clase se trata y establecer si corresponde hablar en ese caso de "clases" realmente, y no simplemente de grupos sociales (como los obreros, los campesinos, los intelectuales, los profesionales, etc.) y de contradicciones entre grupos.

Para poder postular la existencia de una sociedad burocrática, y de una diferencia de clases asociada a ella, es necesario establecer en qué consiste el mecanismo constitutivos de tales nuevas relaciones de explotación, y porqué ese mecanismo no puede ser contenido dentro de la explicación clasista que se ha dado de la sociedad capitalista. Si la clave del dominio de clase es el dominio sobre la división social del trabajo, entonces ocurre que en la sociedades que se llamaron socialistas o, incluso, en las que actualmente se llaman "capitalismo avanzado", el control de la división del trabajo ya no está en manos de la clase de los propietarios de los medios de producción o, en el orden de las legitimaciones, ya no es la relación social "propiedad privada" la que configura las articulaciones sociales hegemónicas. Esto significa que los propietarios privados han perdido la posesión de las técnicas esenciales que permiten la coordinación y regulación de la división del trabajo, aún en el caso de que retengan formalmente la propiedad sobre tales técnicas. Hay sectores sociales que poseen de hecho bienes que les permiten ejercer de manera hegemónica esas funciones, aunque el bien que se lo permite no sea, formalmente, la propiedad de los medios de producción.

Sigo a Erik Olin Wright (ver "Clases", Ed. Siglo XXI, Madrid, 1994, Cap. 3) en la idea de que se puede hablar de "bienes de organización" y de "bienes de cualificación", para designar a lo que es poseído por estos sectores, y permite su hegemonía bajo formas sociales particulares. La idea fundante aquí es que la "organización" es un bien que se puede poseer, en el sentido de poseer las técnicas que hacen posible determinar y controlar las formas en que se organiza la producción, y el universo de legitimaciones ideológicas que las hacen viables socialmente. La idea consiguiente es que esa posesión hace posible a su vez una apropiación diferencial del producto, y genera un conjunto de acciones sociales consistentes destinadas a proteger la exclusividad de esa apropiación diferencial para un determinado grupo. Sostengo que en el momento histórico en que se estructura ese conjunto de acciones, bajo ese interés básico de mantener esa forma de apropiación, se puede hablar de este sector social, la burocracia, como una clase social, una clase que ha emprendido su largo camino hacia la hegemonía y el gobierno en el seno de las relaciones de clase que la hicieron necesaria por razones que originalmente eran meramente funcionales.

El texto de Olin Wright, escrito originalmente en 1984, en plena Perestroika, recoge la noción de bienes de organización para criticar lo que él llama "socialismo burocrático de Estado". La diferencia que la posesión de estos bienes supone, entre burócratas y obreros es, en alguna medida, tratada por Olin Wright como una diferencia antagónica, muy al estilo de las auto críticas que desde la izquierda se hacían a las configuraciones sociales efectivas que se estaban dando en el socialismo real, y que se habían hecho cada vez más visibles desde los años sesenta.

En la misma lógica, sin embargo, Olin Wright distingue de los anteriores lo que llama "bienes de cualificación", es decir, el poder que deriva del ejercicio de la experticia y el conocimiento en un campo productivo. La posesión diferencial de estos bienes también permitiría una apropiación diferencial del producto social, es decir, relaciones de explotación. Pero la diferencia le permite, a su vez, a Olin Wrigth distinguir entre dos formas sociales, el "estatalismo", en que se puede hablar de una clase dominante y de relaciones de clase antagónicas, y el "socialismo", en que aunque persiste la apropiación diferencial del producto social en virtud de la posesión diferencial de los saberes y las experticias, no habría en cambio contradicciones antagónicas, en la medida en que una intelectualidad consciente podría ir democratizando y socializando progresivamente esos saberes, para avanzar, de modo evolutivo hacia un horizonte comunista en que ya no habrían formas de explotación.

Para Olin Wrigth esta progresión correspondería a sucesivas ampliaciones de la libertad humana obtenidas en sucesivas transformaciones revolucionarias. La ruptura revolucionaria de la lógica feudal por la burguesía habría permitido la liberación de la fuerza de trabajo, que era la posesión que articulaba su dominio. La fuerza revolucionaria de la burocracia, vehiculizada o no por las luchas del movimiento obrero, habría permitido la socialización de los medios de producción, cuya propiedad privada era la clave de la explotación capitalista. La fuerza revolucionaria repotenciada del movimiento obrero debería permitir, al interior de las sociedades estatalistas una sustancial democratización del control organizativo, rompiendo de esta manera la clave que articula al poder burocrático, en un conflicto que tendría con seguridad la violencia que caracteriza a la existencia de contradicciones antagónicas. Por último, la fuerza revolucionaria de ¿la intelectualidad? promovería, al interior de las sociedades socialistas, pero esta vez de manera evolutiva, una igualdad sustantiva, cuya base material sería la progresiva democratización e igualación en el ámbito de los saberes y las competencias.

Una clave básica de su razonamiento reside en la diferencia que hace entre la explotación posibilitada por la posesión diferencial de bienes de organización, que conduciría a contradicciones de tipo antagónico, y la que se produciría por las diferencias entre los saberes y las experticias, en torno a las cuales más que constituirse relaciones de explotación (lo que lo lleva a afirmar que la intelectualidad, a diferencia de la burocracia no es precisamente una clase social), se producirían "relaciones difusas de dependencia", en principio superables de manera progresiva.

Quince años después, creo que no hay base histórica, ni teórica, para tal optimismo. Por un lado la crítica epistemológica a la lógica y al ejercicio del conocimiento científico permite establecer la profunda presencia de la ideología en todo aquello que se predica como "saber", o "experticia", como si se refiriesen a saberes objetivos, a experticias probadas, más allá de las relaciones sociales en que se producen. Por otro lado el comportamiento empírico de los sectores intelectuales asociados al control burocrático no permite en realidad la menor esperanza, salvo que postulemos una suerte de bondad esencial de los hombres que saben, que los alejaría de las pasiones del poder y la gloria, cuento, por lo demás, que los intelectuales han contado siempre, una y otra vez, sobre sí mismos, sin poder ofrecer aval empírico alguno a sus pretensiones.

Contra el optimismo de Olin Wrigth lo que sostengo es que el control de los bienes de organización y el de los bienes de cualificación, o experticia, no son sino dos aspectos de una misma situación. Y la relación que los liga es que el poder material, efectivo, de la burocracia reside en la posesión de las técnicas que permiten la organización (coordinación y regulación) de la división del trabajo, mientras que los llamados bienes de "cualificación" no son sino el velo ideológico legitimador de esa posesión. La cualificación, la experticia, el saber, opera en el dominio burocrático como la figura jurídica de la propiedad privada en la dominación capitalista. Burocracia y tecnocracia no son sino dos aspectos de una misma clase, como pueden serlo las diferencias entre la burguesía industrial y la burguesía financiera.

El radicalismo de Olin Wrigth alcanza para criticar ciertas formas históricas del poder burocrático pero, en la medida en que cree que efectivamente hay "cualificaciones" o "experticias" objetivas, es decir, en la medida en que no se hace cargo de la condición social del saber mismo, no da justamente con el punto esencial : el que el dominio burocrático no se relaciona primariamente con la realidad de las sociedades que se llamaron socialistas, sino con un momento general de la sociedad capitalista que está más allá de las diferencias políticas concretas que hay entre capitalismo clásico, capitalismo de estado, o socialismo
.

c. Crítica anti capitalista y crítica anti burocrática

En ese mismo texto ("Clases", 1984) Olin Wrigth alude a la sugerente idea de Alvin Gouldner de que los beneficiarios reales de los procesos revolucionarios ocurridos en la historia humana no han sido las clases explotadas sino siempre una "tercera clase" que surge en el marco de su confrontación. La constatación histórica es, de alguna forma, inmediata. De la confrontación entre esclavos y esclavistas no puede decirse en ningún caso que los esclavos hayan salido vencedores, aunque bajo el dominio feudal sus condiciones de vida, ahora bajo la forma de siervos haya mejorado en muchos aspectos. De la misma forma, de la confrontación entre señores y siervos parece evidente que la principal beneficiaria es la burguesía, aunque puede decirse también que, en muchos sentidos, la "libertad" de los obreros es un avance respecto de la sujeción de los siervos.

Esta sugerencia, meramente empírica, es interesante cuando se examina el resultado histórico de las confrontaciones entre obreros y burgueses. Sostengo que, tal como en los casos anteriores, la principal beneficiaria efectiva de estas luchas no es sino la burocracia. Y tal como los siervos identificaron sus intereses en algún momento con los de la burguesía emergente, y con ello no hicieron sino vehiculizar su propia transformación en masa de los asalariados, de la misma manera se puede comprobar como los productores directos asocian frecuentemente sus intereses con los de la burocracia emergente, cuyos intereses no hace sino confirmar con sus propias luchas.

Marx (en "La Ideología Alemana") sostuvo que cada nueva clase social dominante presenta sus propios intereses, para sí misma, y para toda la sociedad, como más universales que la clase a la que aspira a reemplazar. Se podría quizás complementar esa afirmación con la constatación correlativa de que algo de esa universalidad, en principio ideológica, debe hacerse efectivamente real para que resulte históricamente verosímil. De la esclavitud a la "protección" que proporciona el vasallaje, y de la sujeción feudal a la "libertad" que ofrece la sociedad burguesa, cada vez las clases explotadas han visto en el horizonte utópico que las clases dominantes emergentes les presentan la forma de sus propias esperanzas. Nunca hay que olvidar, después de todo que, sean ciertas o no en la realidad efectiva, las promesas que movieron al conjunto del pueblo a apoyar las revoluciones burguesas eran, ni más ni menos, que las de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Ambas constataciones son ciertas en el caso de la emergencia del poder burocrático. Por un lado la pretensión de que por fin la sociedad será administrada ya no por las pasiones del interés y el dinero, del consumo y el deseo, sino por la dignidad y altura del saber y la experiencia. Por otro lado la realidad efectiva de que, frente al "capitalismo salvaje", los productores directos podrían verse beneficiados por las políticas neutrales y protectoras de una clase social que no tiene intereses radicalmente suyos que defender. Se trataría simplemente de "funcionarios". Sus "riquezas", el saber y el juicio experto, no serían heredables, ni constituirían por sí mismas castas o cofradías impenetrables. Después de todo, la esperanza de niveles cada vez mayores de ilustración y acceso al saber en general se pueden sostener en la existencia de nuevos medios de comunicación y escritura que, como antes el libro y la prensa, permitirían un progreso general de la humanidad.

También, y de la misma manera, tal como la crítica anti capitalista pudo mostrar la enorme diferencia entre los ideales de la libertad, la fraternidad y la igualdad, y la realidad efectiva de la explotación y la miseria, ahora la crítica anti burocrática debe mostrar la diferencia de principio que hay entre los discursos del saber, y de la protección corporativa, y la realidad de las nuevas miserias que derivan de una nueva forma de la explotación.

Pero, en la medida en que lo criticado no es ya la miseria clásica que, siendo todavía plenamente real, no constituye el núcleo esencial de la nueva explotación, es necesario develar esa nueva miseria en el ámbito de la producción de la humanidad misma. Para eso es que he puesto entre estos fundamentos la postulación de un concepto de subjetividad y realización humana. Es en ese punto, en el problema general de la enajenación, donde la crítica anti burocrática se encuentra con la crítica anti capitalista de Marx. Es por eso que esta crítica, que reúne a ambas, puede ser llamada un marxismo de nuevo tipo.

d. El sujeto revolucionario

Una perspectiva comunista en un marxismo de nuevo tipo requiere que sea posible indicar, al menos en teoría, qué sujeto revolucionario sería en principio capaz de llevarla adelante. De la misma manera como la contradicción que caracteriza a la explotación capitalista es la que hay entre los propietarios del capital y los trabajadores asalariados, la contradicción característica de la dominación burocrática es la que enfrenta a los administradores de la producción, y su capacidad de usufructuar del producto global con ventaja, a los productores directos, cuyos estándares de vida aumentan, en el mejor de los casos, a costa de la pérdida global de calidad de vida.

La pregunta por quienes, en ese conjunto de productores directos, son capaces de constituirse en sujetos revolucionarios debe responderse desde la idea que he formulado sobre la esencia de la dominación social : sólo pueden ser un sujeto revolucionario real aquellos que estén en posición de dominar, eventualmente, la división del trabajo. En concreto, las revoluciones sólo pueden hacerlas los trabajadores. En particular, deben ser promovidas por aquellos sectores de trabajadores que estén en posesión, o puedan dominar, las formas de producción más complejas y tecnológicamente avanzadas. O, para decir esto mismo de una manera más dura : no son los pobres, en cuanto pobres, los que pueden hacer una revolución. Pueden iniciarla, pero no llevarla adelante. Es necesario insistir sobre el principio fundamental : las revoluciones sólo pueden hacerlas los trabajadores.

Un hecho brutal y central en la práctica real del marxismo es que el sujeto que clásicamente estaba en esa posición, la clase de los obreros industriales, nunca cumplió con lo que a Marx le parecía su misión histórica. La tradición marxista suplió sistemáticamente esta carencia básica recurriendo a sujetos sociales revolucionaristas, desde los cuales se pudiera infundir el ánimo revolucionario que a los Partidos Obreros, siempre tan dispuestos a entrar a la normalidad de la política, les faltaba. Los campesinos, los pobres en general, los marginados, los intelectuales, dígase lo que se diga de ellos, los estudiantes (es interesante recordar el papel de los estudiantes en la Revolución Cultural China, o el de toda una generación de intelectuales que se sumó a la guerrilla latinoamericana), fueron, en distintos momentos, el reservorio de potencial revolucionario que parecía faltar.

La política marxista se ha movido durante cien años bajo la miopía del vanguardismo y el revolucionarismo. Vanguardismo por la esperanza ilustrada de que algún sector social debe tener el saber que la experiencia política inmediata no parece aportar. Revolucionarismo por la esperanza romántica de que alguna experiencia dramática y crucial pueda generar la ilustración que los saberes parecen no contener. Vanguardismo y revolucionarismo pedagógicos, en los que se hace inevitable la diferencia entre expertos en revoluciones y legos a los que guiar, entre militantes, simpatizantes y víctimas de la opresión; en que se hace inevitable la diferencia, aparentemente ética, entre los buenos y los beneficiarios de su acción, o entre los conscientes y los inocentes, a los que hay que sacar de su condición. Extremos de un imaginario político puramente moderno, que sin ir nunca más allá de la lógica de la sociedad a la que combate, se convierten, sin embargo, en los vehiculizadores ideales de lo que luego, en sus mismas manos, se convertirá en poder burocrático.

La decisión esencial que lleva a estas políticas no es sino la de intentar poner a los pobres en el lugar que conceptualmente corresponde a los trabajadores. Sin embargo, por debajo de las buenas consciencias y las santas intensiones, la férrea lógica de lo real tiende a imponerse. No sólo ocurre que los pobres no logran hacer las revoluciones que quisieran, peor aún, la experiencia estalinista muestra que cuando se convierten en el actor central terminan por convertirse en objetos de la revolución, más que en sujetos. Se abre un amplio espacio social para que la burocracia revolucionaria dirija, manipule y totalice la revolución para terminar por ponerla a su servicio.

La facilidad de la transición entre una burocracia totalitaria, que ha operado en nombre del pueblo, más que desde el pueblo, hacia una burocracia servil, que termina rindiéndose a la regulación mundial, y usufructuando de manera parasitaria del gran capital transnacional está más que demostrada. Los pobres del discurso filantrópico de las izquierdas que nunca han salido del horizonte del socialismo utópico, son la coartada ideal para que los futuros burócratas, en su nombre y por su bien, terminen dominándolos de manera totalitaria.

La única forma de que la revolución sea democrática es que los trabajadores dominen de manera directa y efectiva el proceso de producción social. Una democratización general de las técnicas más avanzadas, un ejercicio democrático del poder de coordinar el trabajo que esté afianzado en el dominio técnico sobre el proceso de la producción. Toda otra situación sólo conducirá a la dictadura filantrópica de los expertos, con la posibilidad siempre abierta de que el poder usufructúe de manera diferencial de su función benefactora.

Esta es la razón del obrerismo de Marx, de su desconfianza clásica hacia el lumpen proletariado y hacia el campesinado. Y esta es justamente la razón para no ser obreristas hoy día. El asunto no es sentimental, o subjetivo. Es una cuestión material, objetiva. La gran pregunta es quién puede revolucionar materialmente la vida.

La revolución tecnológica ha desplazado al obrero industrial clásico, pero no ha cambiado la situación esencial. Sigue habiendo, en esencia, una lógica de la nueva base tecnológica del capital. A esa lógica y a los sectores de trabajadores que son capaces de dominarla hay que llegar. De lo contrario la lógica objetiva se impondrá de todas maneras, bajo la forma de una vanguardia totalitaria de expertos que, en función de su dominio de la división del trabajo, se convertirán, de hecho, una vez más, bajo formas políticas y culturales diversas, la clase dominante.

Pero si esto es así, la reflexión debe dirigirse al estado de la vida real de esos sectores sociales. Hacia las formas en que la enajenación y la deshumanización del trabajo se articula en ellos, hacia las formas en que la explotación los hace, bajo las apariencias que sean, objetos y apéndices de la producción que, en esencia, les pertenece.
La miopía del análisis de clase del marxismo tradicional, trabado por el obrerismo, o por el cariño hacia los pobres en general, no logró forjar otro concepto para estos trabajadores que el concepto estupidizante y confuso de "capas medias". La insuficiencia del análisis de clase, incapaz de captar en su forma real las nuevas formas del trabajo, al no reconocer en ellos a los obreros de los que habló Marx, proclamó la extinción de la clase obrera o, en otra versión aún más torpe, proclamó que no se podía confiar en la pequeña burguesía.

Las capas medias son una piedra en el zapato para los que crean que la revolución sólo puede surgir de la pureza popular, equivalente laico y social demócrata de la pureza evangélica, o de los que creen que la sociedad industrial sólo puede ser entendida bajo las formas del acero, el carbón, y la fábrica. La torpeza tradicional de la izquierda hacia los profesionales, asalariados de nuevo tipo, o hacia toda forma de movimiento social que no cayera bajo el común denominador obrero, como las mujeres, los jóvenes, los negros, los mapuches, los ecologistas, o los homosexuales, es una reiterada y dramática muestra de lo que afirmo.

Para los que creemos, de acuerdo con Marx, que las revoluciones las hacen los trabajadores, la realidad brutal es esta : los obreros industriales nunca estuvieron a la altura de su misión histórica, y además fueron superados por la revolución tecnológica. Si hay que buscar sujetos revolucionarios estos deben estar en los nuevos mundos de trabajo y contradicción que presenta la sociedad actual.

¿Significa esto que son las clases medias el "sujeto" revolucionario?. Es obvio que, en la tradición y el folklore marxista, esta sólo puede ser una pregunta irónica. Para mí no lo es.

Nada más lejos, sin embargo, del imaginario habitual de la izquierda que la idea de que los "pequeño burgueses", "la aristocracia obrera", "los arribistas y consumistas", puedan ser un sujeto revolucionario. Es importante advertir además, por otro lado, que las comillas sobre la palabra sujeto no son sólo un énfasis peyorativo sobre "capas medias", sino que sugiere de manera adicional que estas no pueden convertirse en un sujeto.

Por cierto que al mirar en esa dirección se tiene, desde un punto de vista clásico un panorama desolador. La enajenación en la abundancia parece haber alcanzado su figura casi perfecta en los trabajadores de los sectores de más alta tecnología. Horrorizados casi de manera existencial por los estilos de vida de las capas medias, los marxistas, llenos de nostalgia e impotencia, vuelven sus miradas hacia la pureza popular que los sectores medios no tienen.

Pero el asunto es de principio, y va más allá de nuestros espantos. Si lo que queremos es algo más que filantropía benefactora, si lo que queremos es algo más que tranquilizar nuestras consciencias católicas, de lo que se trata es de la libertad, de la belleza, de la verdad, y no sólo del bienestar. No hay libertad, belleza o verdad sin bienestar, pero sólo la perspectiva utópica de la libertad, de la belleza y de la verdad, puede impedirnos volver a ser una vanguardia inicialmente filantrópica y finalmente totalitaria.

Sobre las condiciones que creo necesarias para una política comunista he escrito en el Epílogo de este libro. El análisis hasta aquí sólo se mantiene en el nivel de los fundamentos teóricos, de la construcción de un marxismo de nuevo tipo. La política real, y sus innumerables formas, siempre está más allá de lo que la teoría puede ofrecer. Más allá, en la vida, que es donde todo existe realmente.

e. La política real y el horizonte comunista

Para que un horizonte comunista sea posible a partir de la política real no basta con que podamos decir grandes cosas acerca de los fundamentos del comunismo posible, es necesario que sepamos cómo conducir esa propia política real en la dirección de nuestros sueños.

Como siempre, los dos extremos que hay que sortear aquí, tan típicos de la política puramente moderna, son los del utopismo y el pragmatismo. Los utopistas, resabios del romanticismo, no saben sino ejercer la ceguera de sus buenas voluntades, razonando como socialistas utópicos, prefiriendo siempre enajenarse en la pureza antes que mancharse las manos con la política en que efectivamente se juega el mundo. "Consecuentes" a toda costa, sus políticas tienen el raro efecto de mantenerlos "limpios" de todo mal y, a la vez, mantener el mundo tal como está, ofreciendo una y otra vez al enemigo amplias y gloriosas razones y oportunidades para exterminarlos en contextos honorables y patéticamente inútiles. Mueren llenos de gloria, rabiando de pureza ... y el mundo sigue igual.

El polo opuesto, perfectamente simétrico, derivado de la Ilustración no sabe ir más allá del estrecho horizonte de lo inmediato. La siguiente elección, la huelga más próxima, las reivindicaciones del momento. Empujados también por la pretensión de ser útiles y buenos, son capaces de ganar muchas batallas y perder invariablemente la guerra, son capaces de ganar en lo pequeño para perder invariablemente en lo grande, son capaces de satisfacer cada anhelo particular sólo para frustrar una y otra vez la aspiración profunda de la gente común y corriente : el anhelo infinito de la libertad, de la verdad, de la belleza. Sus pequeños sueños salvan sus consciencias cada día, pero pierden al mundo. Sus oportunas y buenas razones son siempre eficaces para educar al ánimo revolucionario en la concesión y la componenda, defraudando invariablemente a todo el que quiera ir más allá de la mediocridad cotidiana.

Ya basta de estos horizontes estrechos, populistas y consoladores. Basta ya de lo pequeño, lo trivial, lo mediocre. Hay que ir más allá. Otra política debe ser posible. Sin importar si es grande o pequeña, por sobre sus triunfos o derrotas, sin la bandera llorona del pasado culpable. Otra política, otra vida, otra manera de ir a la guerra, para que la vida sea posible.

Una nueva política sólo se llama "nueva" por el ánimo de la voluntad. No hay nada realmente "nuevo" en intentar ser otra vez un bolchevique. No hay nada nuevo en intentar ser otra vez un comunista. El mundo es ahora de otra forma, el futuro inacabado, los sueños perennes, quizás sigan siendo los mismos. No es el adjetivo "nuevo" el importante, es el contenido que queramos darle, que podamos darle, el que importa realmente.

Y en el orden de ese contenido, sostengo que un horizonte comunista exige hoy ser capaz de ligar las luchas de los marginados a las luchas que pueden surgir de la enajenación y el dolor oculto de los integrados. Conceptualmente son los trabajadores los que pueden hacer la revolución, pero la revolución es una tarea de toda la humanidad. Nadie puede emprenderla en nombre de otro. Todos, los pobres de nuevo tipo, los trabajadores altamente tecnológicos, los sectores nuevos promovidos por el estado actual de la división del trabajo, o por el incremento en los niveles de consumo, pueden y deben ser actores de primera línea. Nunca más deben haber vanguardias, ni especialistas en revoluciones, ni sectores privilegiados en la lucha.

Por mucho que la división del trabajo vaya a ser dominada en definitiva por los que efectivamente son capaces de controlarla, una política de radical democratización del saber y de la técnica debe permitir que el proceso de la revolución coincida con la incorporación masiva de los sectores marginados de la población mundial al ejercicio del trabajo moderno, y al disfrute de sus productos.

Pero eso exige, ante un poder que es capaz de dominar en la diversidad, y a través de la diversidad, presentar un frente de oposición fuertemente diferenciado. Es necesario acostumbrarse a luchar en red, de manera paralela, diversificada y distribuida. Nunca más un sólo partido, una sola lucha, o una lucha principal desde la cual las demás adquieren sentido. Todas las luchas en el primer plano. Todos los frentes a la vez. No hay luchas mayores o menores. Desarrolladas o preliminares. Todo a la vez. Ya el sistema nos domina de esta forma, ahora es necesario responder de la manera en que las nuevas técnicas, y los nuevos conceptos de organización del trabajo, permiten hacerlo. En red, de manera paralela, no homogénea, fuertemente distribuida, fuertemente diferenciada.

La noción inversa, en cambio, es que toda lucha local se reconozca en la gran lucha global por el comunismo. Pertenecer. Esto es algo esencial que la nueva dominación impide o manipula. Tenemos que aprender a pertenecer sin abandonar nuestras diferencias, nuestras identidades locales. No es cierto que pertenecer y homogeneizar son la misma cosa. No lo son ya, de manera efectiva, en las formas de dominación que nos imponen. No debe serlo en nuestras propias formas de organización. Lucha local y pertenencia global a una gran lucha común. Se trata de lo femenino, de los pobres, de los negros o de los jóvenes, es cierto, pero se trata en todos y cada uno de esos casos, de la humanidad como tal. De la gran humanidad diferenciada, que se realiza en el reconocimiento de sus diferencias.

Y en el concepto, en la lucha por la humanidad como tal, en cada frente, en cada lucha, se trata de aprender a reconocer la universalidad que la dominación nos niega. La universalidad humana que nos permite reconocernos cara a cara, sin la mediación de dioses, de la naturaleza, o del mercado, produciéndonos unos a otros. Para esto es necesario que en cada lucha sepamos relacionar la lucha por el bienestar, por los derechos, por la justicia, con la verdad, con la libertad, con la belleza. En todas las luchas se trata de la felicidad. No hay más objetivo que éste. De lo que se trata es de ser felices. La única forma de saber si un pueblo ha logrado progresar o no es poder constatar si las mujeres y los hombres que lo realizan son o no, de manera real y efectiva, más felices.

Se trata de luchar a la vez no sólo contra la dominación capitalista sino, en ella, más allá de ella, contra el nuevo dominio burocrático. La cuestión no es llegar a vivir mejor sólo a costa de entregar nuestras libertades y nuestras vidas a administradores, aparentes benefactores, que nos dirían cómo vivirlas. Se trata de la libertad, se trata de la belleza.

Esto implica mantener en toda lucha tanto una línea de combate contra la enajenación mercantil, como otra paralela contra los privilegios que derivan del saber y de la administración. Oponerse en todo frente, en todo lugar, a la pretendida diferencia entre expertos y legos. Desarrollar la autonomía de los ciudadanos, su libertad efectiva, en la pertenencia que los constituye. Cada uno debe ser equivalente al todo. Esto es algo que la lógica burguesa nunca podrá entender. Pertenecer sin dejar de ser, esto es algo que los burócratas nunca podrán aceptar de manera efectiva.

Sostengo que hay tres conceptos que son centrales para que estos razonamientos sean posibles : una gran izquierda, nuevos comunistas, un marxismo de nuevo tipo. La gran izquierda es la izquierda en que conviven todas las izquierdas. Los nuevos comunistas son los que creen que el comunismo es posible, y que lo pueden construir los trabajadores. El marxismo de nuevo tipo es el que parte de Marx, mira la realidad cara a cara, y se deshace de cien años de triunfos paradójicos y fracasos espectaculares, para construir por sí mismo su propio futuro.

También se puede decir de manera inversa. La gran izquierda da todas sus luchas contra las derechas, y no para defender sus ortodoxias parciales, y sus mezquinos poderes clásicos, a penas sobrevivientes al gran naufragio. Los nuevos comunistas no se conforman con superar la pobreza a costa de dictaduras burocráticas, por mucha cultura y educación y salud que repartan. El marxismo de nuevo tipo no mejora, ni completa al marxismo clásico : lo abandona, y se inventa a sí mismo de nuevo.

Los comunistas de nuevo tipo no quieren mejorar este mundo, sino destruirlo, para que un mundo más bello sea posible. Los nuevos comunistas van a la guerra por la libertad, por la verdad, por la justicia, por la belleza, con toda la universalidad que sea posible darle a esos conceptos. Los nuevos comunistas creen que la revolución es posible, y esa voluntad los hace producir teoría y estrategia política.

Los nuevos comunistas no son un partido aparte de los trabajadores, y el comunismo en que piensan no es un ideal, sino un movimiento de la propia realidad. Sus múltiples formas de organización no reconocen líderes, ni dirigentes inamovibles. Toda dirección es rotativa, todo saber es colectivo, toda iniciativa es bienvenida, toda voluntad revolucionaria encuentra en ellos un apoyo y una mano tendida. Les importa más la acción que la organización. Les importa más la voluntad que la teoría. Les importa más la lucha global que los éxitos parciales posibles.

Creo que los nuevos comunistas son posibles, creo que ya existen, están allí, y en la extrañeza que nos produce su sentido común al revés podemos reconocer, lentamente, que este sistema no funciona como quisiera, que no ha logrado llegar al corazón de cada uno, por mucho que aprisione los estómagos. Ya hay nuevos comunistas por allí, compañeras, compañeros. Buscarlos, ser como ellos, ser uno más y uno mismo en la gran lucha. Por la justicia, por la verdad, por la libertad, por la belleza. Los viejos fantasmas no han dejado de recorrer el mundo.

Este texto es parte del libro "Comunistas otra vez, para una crítica del poder burocrático", que aparecerá en el curso del presente año.

Santiago, 16 de Mayo de 2000.-

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